Una luz en el túnel

PRIMER PLANO
Davide Perillo

La soledad, el miedo de los «extranjeros a las puertas», la renuncia a la libertad. ZYGMUNT BAUMAN, uno de los más destacados intelectuales contemporáneos, va a la raíz de la «inseguridad existencial» propia de nuestro tiempo. Y explica por qué la única salida iene un nombre: «encuentro». Y un rostro, el del Papa Francisco

«Es una luz. La única al fondo de ese túnel misteriosamente largo y oscuro que estamos atravesando. Pero una luz misteriosamente brillante». Uncanny, es decir “misterioso, sorprendente”, declinado en forma de adverbio. Lo dice dos veces en dos frases, cuando habla del Papa Francisco y de su encuentro con él en Asís, el mes pasado. En el encuentro mundial entre las religiones que el Papa ha querido y que ha organizado la Comunidad de San Egidio, estaba también Zygmunt Bauman. «¿Qué le dije? Sería muy presuntuoso por mi parte pensar que tengo algo que añadir a lo que él ya sabe sobre la difícil situación del hombre de hoy, o sobre el sentido que tiene el sufrimiento para los que lo experimentan en primera persona... Solo le he confesado que le miro a él como a una gran luz. Eso es».
Noventa y un años el próximo mes de noviembre, de orígenes judíos, polaco de nacimiento y cosmopolita de vocación (ha vivido entre Varsovia, Londres y Tel Aviv, antes de echar raíces en Leeds, Inglaterra), Bauman es uno de los intelectuales más famosos y prolíficos del mundo. Sociólogo y filósofo, inventor de fórmulas capaces de definir en dos palabras todo un cambio de época (basta con citar una: la «sociedad líquida», es decir, cada vez más pobre de vínculos, fragmentada e indefinible), Bauman es sobre todo un gran observador. Un hombre capaz de fotografiar al detalle el mundo y los que lo habitan, hasta el fondo, con una mirada aguda y a la vez cargada de empatía.
Como la que desde hace tiempo está dirigiendo al fenómeno de la inmigración. O mejor dicho, de los emigrantes, que minan nuestras certezas y se convierten en un blanco fácil en el que descargar una inseguridad sorda, profunda, imposible de paliar con las soluciones de una política hecha de muros y de hombres fuertes. «Una vez que se le niegue el derecho de asilo a quienes piden refugio huyendo de guerras y destrucciones y que cada vez más emigrantes sea repatriados, se hará patente cómo todo esto es irrelevante para resolver las causas reales de la inseguridad», decía en una entrevista al Corriere della Sera: «Los demonios que nos persiguen –el miedo a perder nuestro puesto en la sociedad, la fragilidad de los objetivos que hemos conseguido– no se evaporarán ni desaparecerán». Porque la raíz de la inseguridad es mucho más honda. Es existencial.

Partamos de ahí. ¿Qué es esta «inseguridad existencial»? ¿De dónde nace? ¿De la «ruptura de los vínculos» de la que hablaba en esa entrevista, o hay algo más?
Kant, el explorador infatigable de los misterios del modo únicamente humano de estar en el mundo –de cuya sabiduría todos, de alguna manera, somos deudores, herederos entusiasmados o desesperados–, en la Crítica de la razón práctica ha escrito una frase célebre: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí». El “cielo estrellado” indica aquello que está más allá del alcance de nuestra capacidad humana; y la “ley moral” indica los dilemas entre los que los humanos estamos condenados a elegir. Más de un siglo antes de estas palabras, Blaise Pascal había ahondado precisamente en esta desgarradora y tremenda inadecuación: «Cuando considero la brevedad de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y en la siguiente, el poco espacio que lleno o incluso que veo, abismado en la inmensidad infinita de espacios que ignoro y que me ignoran, me asusto y me asombro de verme aquí y no allí, porque el presente es antes que el entonces. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por mandato y voluntad de quién me han sido destinados este lugar y este tiempo?». Para llegar a concluir: «Siendo incapaces de eliminar la muerte, la miseria y la ignorancia, para ser felices los hombres han decidido no pensar en tales cosas…». Pues el problema es que, por mucho que intentemos perseguir esta decisión, la reflexión y el pensamiento siguen siendo partes obstinadamente ineliminables de nuestra condición humana. Por ello la “inseguridad existencial” está esculpida indeleblemente en nuestro modo de ser en el mundo como hombres. Ese es el lugar de donde vienes y de donde no puedes escapar.

El primer reflejo de esta inseguridad es el “miedo al otro”. Usted ha explicado muy bien por qué los «extranjeros a las puertas» nos dan tanto miedo. Pero, ¿no le parece que en el fondo subyace también el miedo de interrogarnos acerca de nosotros mismos? El otro, que llama a mi puerta, me interpela inevitablemente acerca de quién soy yo, qué idea tengo de la vida, las relaciones, lo que vale… ¿Levantar muros es también un modo de evitar estos interrogantes?
El sentimiento de “inseguridad” deriva de una amalgama de incertidumbre e ignorancia: nos humilla vernos inadecuados ante esta tarea que nos desborda, y así se hunde la estima y la confianza en nosotros mismos. Es algo que nos afecta a todos. Ahora bien, “los otros” –en particular aquellos que clasificamos como desconocidos, ajenos o extranjeros– son particularmente aptos para reforzar un sentimiento de este tipo.

¿Por qué?
Lo que convierte a los extranjeros en acechanzas peligrosas –en peligros que nos espantan, nos aterran, precisamente por su culpable imposibilidad de que los identifiquemos– es la falta de un conocimiento real de sus intenciones y de sus códigos de comportamiento. Nos faltan las competencias necesarias para afrontarlos de manera adecuada y para responder a sus movimientos. Además, hay otro factor crucial al que usted apuntaba antes. Los extranjeros –sobre todo los emigrantes, los recién llegados– tienden a poner en cuestión lo que somos “nosotros”, los nativos, al menos en el campo de la opinión (es decir, en lo que sabemos y creemos, pero en lo que no reflexionamos…). Nos impulsan, casi nos obligan, a explicar de qué modo perseguimos los objetivos de nuestra vida. A dar razón de convicciones y comportamientos que para nosotros son obvios, evidentes y por tanto auto-explicativos. Nos provocan, por eso nos molestan. Alteran nuestra tranquilidad espiritual y amenazan nuestra seguridad, tan necesaria para una acción decidida. ¿A quién de nosotros le gusta una situación así?

En Conversazioni su Dio e l’uomo (publicado en Italia en 2013, ndr.) usted dice que «el momento del nacimiento de la incertidumbre fue el momento en que surgió la moralidad y el yo moral, consciente de proceder como un funámbulo sobre una cuerda. Condenando a los hombres a elegir, (…) Dios los invitó a tomar parte en la obra de la creación». Ante problemas tan grandes como los actuales, ¿acaso se pone de manifiesto que tenemos miedo también de esta “invitación”? En fin, que tenemos miedo de nuestra libertad. Y, si es así, ¿por qué?
Es una historia vieja y muy larga… Quizás incluso una constante, visto que las revueltas en contra de la libertad se repiten con una sorprendente regularidad; parece imposible, pero toda lucha intrépida contra la esclavitud, la opresión y la restricción de la libertad, antes o después empuja inevitablemente al péndulo de las disposiciones y de las pasiones a dar un giro de 180 grados, incrementando el número de los que están dispuestos a aceptar –incluso a desear– la llegada de nuevos “giros de tuerca”. Así las puertas cerradas tienden a aumentar. Es un fenómeno descrito detalladamente por Erich Fromm en su clásico El miedo a la libertad (Paidós, 2009). Hoy, por lo menos aquí en Occidente y entre las generaciones contentas de no haber experimentado nunca en primera persona los encantos de una vida bajo el despotismo y la tiranía, estamos viviendo otro giro de péndulo similar, puesto en marcha por los mismos factores del pasado. El hecho de que la libertad pueda llegar solo aparejada con el peso y los riesgos de la responsabilidad. A un número creciente de personas incitadas, convencidas e instigadas por un número creciente de aspirantes (a menudo victoriosos) cazadores de votos, como los Trump, Marianne Le Pen, Orban o Fico, les parece un buen negocio cambiar el derecho de elegir, vinculado a la responsabilidad demasiado pesada para los hombros de un individuo, por la limitación de las libertades personales. Cuanto más débiles son los hombros del individuo, tanto más pesada es la responsabilidad descargada sobre él mediante fenómenos como la privatización y la comercialización de las funciones sociales, patrocinadas por el Estado y reforzadas por los mercados. El resultado que nos espera es el crecimiento de una multitud de “hombres y mujeres fuertes” que vislumbran la oportunidad de provechos electorales y no esperan otra cosa que sucumbir a esta tentación.

Es muy arriesgado…
Lo cierto es que crece cada vez más el número de personas expuestas cada día a los riesgos, las trampas y las emboscadas de una vida al albur de las reglas del mercado, cuya nostalgia por el “Paraíso perdido” coincide con el verse librados del deber de elegir; más exactamente, con la supresión del deber de ocuparse del mundo y contribuir a su bienestar y a la hospitalidad de los humanos que habitan en él. Pero soñar con seguir el ejemplo de Poncio Pilato y lavarse las manos ante la batalla entre el bien y el mal, la moralidad y la indiferencia, la verdad y la mentira, significa renunciar a la dignidad humana. O bien (como nos enseñaron Kant y Pico de la Mirándola) renunciar precisamente a esa “invitación de Dios” dirigida únicamente a la especie humana para que participe en el completamiento del acto de la creación. Y que, en el fondo, constituye el motivo por el que se le ha dado al hombre la razón, la socialidad y la libertad de elegir.

¿Qué es lo que puede vencer el miedo?
Ciertamente no los objetivos a breve término, los cortes y las soluciones instantáneas… Mire, en esto me llamó mucho la atención lo que dijo el Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno. Tras evidenciar el incremento, la asimilación y la práctica cotidiana de la “cultura del diálogo” como el camino maestro para la existencia pacífica entre los hombres –a la vez que una gradual dispersión de los miedos recíprocos– ha subrayado la necesidad de introducir el arte del diálogo en todos los niveles de la educación. Obviamente, la educación es una estrategia opuesta a las campañas una tantum; va programada para conseguir efectos duraderos y preferiblemente irreversibles, necesita tiempo, incluso el tiempo de varias generaciones; requiere mucha paciencia y una firme determinación, capaz de resistir el impacto congelante de tropiezos, errores y faltas ocasionales, inevitables. Además, en una época como la nuestra, marcada por el acceso universal a los medios de información y una masiva, omnipresente presión de publicidad y “relaciones públicas”, la educación ya no es (como ha sido siempre) una actividad limitada a la escuela; por mucho que se elaboren con cuidado los programas escolares, ya no son los únicos que inciden en la formación de la mentalidad y del carácter. Que prevalezcan sobre la plétora de sus contrincantes es algo que no se puede dar para nada por descontado.

Citaba ahora al Papa. En estos últimos tiempos usted lo ha hecho varias veces con admiración. Ha dicho que para afrontar el problema de las migraciones «deberíamos estudiar y aplicar su análisis» y «esperar que sus palabras tomen carne en nuestras acciones». ¿Por qué? ¿Qué es lo que en él le llama la atención?
Pienso que Francisco es el regalo más preciado que la Iglesia católica está ofreciendo a nuestro mundo atormentado, perdido por sus caminos, confuso, falto de una brújula y ya a la deriva. Ha devuelto vigor a la esperanza, que se había marchitado, de un mundo alternativo y mejor, a la medida de las necesidades y de las expectativas del hombre. Creo que es el único personaje público movido por este deseo sincero y capaz de perseguirlo. Su voz va más allá del círculo incestuoso de las élites políticas: alcanza a las masas que los managers de los altavoces no logran o no se preocupan por alcanzar, dejándolas solas en la búsqueda de una salida de la incertidumbre actual.

¿Puedo preguntarle algo personal? ¿Y usted? ¿De dónde nace su mirada? Me lo pregunto porque leyendo sus libros me surge a menudo la pregunta: «¿Cómo puede mirar a la sociedad, al hombre, a los acontecimientos con esta agudeza? ¿Qué es lo que le apremia?».
Esto no debería preguntármelo a mí, no creo ser la persona más adecuada para dar una respuesta creíble... La única hipótesis que puedo sugerir con mi mirada sobre la sociedad es el intento de una “hermenéutica sociológica”: trato de interpretar la modalidad de comportamiento del hombre de manera circular, como respuesta a las condiciones de vida que plantea la sociedad que, a su vez, crea el mismo comportamiento humano y lo reproduce. Y trato de hacerlo, por lo que puedo, con empatía: trato de observar esas modalidades desde la perspectiva de su experiencia, como si anduviera por el mundo con sus zapatos, sin evitar los baches, los tropiezos o lo que sea...

En Los extranjeros a las puertas, en un momento dado, escribe: «La única salida de la situación de malestar actual pasa por el rechazo de la separación (…) debemos buscar ocasiones de encuentros cercanos y de contacto cada vez más profundo». Más adelante utiliza una expresión que me ha llamado mucho la atención: explica que los muros, el populismo, en fin, todo ese mecanismo de defensa por miedo ante el otro «aparece perfecto e infalible. Y lo sería, en efecto, si no fuera por la presencia de una fuerza de signo opuesto, es decir, por el fenómeno del encuentro» que lleva a un «diálogo en función de un acuerdo incondicional». Para usted, ¿qué es este «encuentro»? ¿Por qué resulta tan decisivo? ¿Qué clase de «fuerza» encierra, tal que puede cambiar las cartas sobre la mesa? A primera vista parece tan poca cosa…
Hoy disponemos de todo tipo de alternativas online con respecto al mundo offline; disponemos de grandes “zonas de confort” electrónicas para protegernos de los encuentros reales con la simple falacia de eliminar la alteridad de los demás de nuestra vista, de nuestros oídos y de nuestra preocupación. Pero esta solución acomodaticia sigue siendo inalcanzable en el mundo desconectado, es decir, en el mundo real: en el barrio, en la calle, en el lugar de trabajo, en los colegios donde estudian nuestros hijos. La realidad del otro, con el riesgo constante que supone el encuentro, la conversación, la interacción, no se puede eliminar electrónicamente ni tampoco suspender. Debe ser tenida en cuenta. Claro, queda la posibilidad, como observó Martin Buber, de “desintoxicarse” de estos encuentros inevitables degradándolos a la forma enclenque de “encuentros fallidos”, o manteniendo siempre abierta una vía de escape bajo la forma de un móvil en el bolsillo. Pero cuando estos “encuentros fallidos” adquieren inesperadamente forma de encuentros verdaderos, nos provocan a utilizar el arte del diálogo y a secundar el caso fortuito. Y nos abocan al riesgo de practicar este diálogo, líberamente y a corta distancia. Hasta llegar a esa “fusión de los horizontes” de la que habla Hans Gadamer, cuando la alteridad del otro se redimensiona: arrancando las tiendas, desmontando las empalizadas y las barricadas y abatiendo los muros. Se trata de un riesgo que en el mundo offline permanece siempre abierto y cercano.

Don Luigi Giussani, el fundador de CL, ya a los primeros chicos que le seguían en los años cincuenta, les decía que el «diálogo consiste en comunicar la propia vida personal a otras vidas personales: compartir la existencia de los demás en nuestra propia existencia». Nada que ver con la dialéctica, sino con una oportunidad enorme. ¿Qué opina usted al respecto? ¿Cómo definiría usted el «diálogo»?
¿Dónde podemos dirigirnos, adónde buscar para encontrar respuestas a preguntas del tipo «pero yo, quién soy»? Desde Descartes en adelante, el «cogito ergo sum» («pienso, luego existo») nos ha llevado a mirar hacia el interior. Con esa frase Giussani –en estrecha afinidad con autores como George Herbert Mead, me parece– mira a una interacción entre interior y exterior, entre el “Yo” (mi auto-definición) y el “Mí mismo” (mi percepción de cómo los demás me definen). Hasta hace unas décadas, las investigaciones sobre el nacimiento y el desarrollo del Sí mismo apostaban por una “autenticidad” casi introducida a la fuerza y almacenada a escondidas en el interior obscuro de la psique, expuesta a las presiones represivas de las normas culturales a la espera de los intentos monitoreados por un terapeuta para salir de la prisión... Hoy, como anticipó Giussani, gana terreno la tendencia a sustituir el cogito convencional por algo que se distingue claramente del egocentrismo de Descartes. Algo que cada vez más se convierte en «tú eres, luego yo existo».

El pasado mes de agosto, en Rímini, se celebró el Meeting por la amistad entre los pueblos: un gran evento cultural y de pueblo, con invitados de todo el mundo, 106 encuentros, 17 exposiciones, ochocientos mil visitantes. El lema era «Tú eres un bien para mí». «Es un título valiente en estos tiempos», escribió el Papa en su mensaje. Por su experiencia, ¿qué necesitamos para volver a decir al otro “tú eres un bien para mí”?
Me temo que harán falta más de 106 mesas redondas y mucho más que los ochocientos mil visitantes de Rímini para hacer carne estas nobles palabras... El “retraso cultural” es una de las características más evidentes de nuestra condición actual: somos conscientes de que existen muchos más problemas que esperan ser afrontados con urgencia, que vías y medios para solventar semejante tarea. Nosotros luchamos, lamentable y desesperadamente, con poderes sin bridas e instituciones que ya no son capaces de mantenerlos a raya: nos han dejado solos para controlar las modalidades y los objetivos de su uso.

Pero usted, personalmente, ¿de qué tiene certeza?
Creo que la única certeza del siglo XXI, tan enamorado de desregulación, flexibilidad, outsourcing, sea el crecimiento de la incertidumbre...

Siempre en una entrevista al Corriere della Sera, usted decía que llegados al final del impulso del péndulo, cuando caigamos en la cuenta de que los muros no bastan para «echar a los demonios», la partida no se cerrará, al contrario: «En ese momento podremos recapacitar y empezar a desarrollar los anticuerpos necesarios». ¿Cuáles son estos anticuerpos? ¿Qué tipo de certeza necesitamos para vivir?
Quizás sea preciso encontrar el punto medio entre el déficit y el exceso de certeza… Pero llevando mucho tiempo escuchando a otros, en muy distintos tiempos y espacios, que proclamaban haberla encontrado, propendo a dudar de que un scoop del género pueda realizarse plenamente. Correspondería al final de la historia.


QUIÉN ES
Zygmunt Bauman nació en Poznan (Polonia) el 19 de noviembre de 1925, de padres judíos. A los 19 años huyó de la ocupación alemana para enrolarse con los rusos. Acabada la guerra, estudió sociología en Varsovia. Luego en la London School of Economics. Se acercó al marxismo. Fue profesor en Polonia y en 1968 expatrió para ir a vivir en Israel. Tres años más tarde se instaló definitivamente en Inglaterra, donde de 1972 a 1990 dio clase en Leeds. Entre sus obras traducidas al español, La sociedad sitiada (2004), Ética Postmoderna (2009), Confianza y temor en la ciudad: vivir con extranjeros (2010), La cultura en el mundo de la modernidad líquida (2013), Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias (2013), Babel (2015), Ceguera moral: la perdida de sensibilidad en la modernidad liquida (2015).