Cesar Senra

España. Los "vivientes" y los burlaos

Profesor de Madrid trasladado a Cataluña. Cesar es responsable de los bachilleres en su país. En Huellas de junio hace las cuentas con los últimos Ejercicios de la Fraternidad. A partir de su historia y de lo que le impacta de "sus" chavales
Davide Perillo

«Nos lo jugamos todo en la fe. Que se convierta en una experiencia mía, que yo viva de eso, es lo más decisivo. Y es la única contribución que puedo ofrecer al mundo». Para César Senra, 42 años, Memor Domini, madrileño trasladado a Cataluña, “el mundo" es un «cuerpo a cuerpo» que vuelve a empezar cada mañana cuando entra en el colegio de Sant Hipolit de Voltrega, cerca de Vic, donde es profesor y director de primaria: 235 alumnos entre 3 y 16 años. Más todos los demás con los que se topa a diario porque es responsable de los bachilleres en España.

Cuando le preguntas por los últimos Ejercicios, por el trabajo que han puesto en marcha, te habla del impacto que sintió desde el primer reclamo, el de la «ternura con uno mismo». «No puedo prescindir de mi corazón, de la necesidad radical que llevo dentro. Poderme mirar a mí mismo con simpatía es un punto decisivo. Cuando reduzco mi yo, la fe se vuelve una cosa entre otras muchas. Si lo pienso, todas mis decisiones importantes han nacido del hecho de que Cristo tiene que ver con esa necesidad».

Así es desde que tenía 16 años. «Yo era un desastre. Me echaron tres veces y al final me expulsaron del colegio, con una gran herida en el corazón: mi madre había muerto y la relación con mi padre no era buena. Me pasaba la vida en el bar». Allí se cruzaba por las mañanas con uno de sus profesores. «Se asomaba antes de entrar al colegio, me saludaba, y yo le respondía alzando el botellín de cerveza... Pero, poco a poco, empecé a ir a sus clases. Era lo único que hacía». Pero fue decisivo, porque «veía a un hombre más feliz que yo». Cuando aquel profe le invitó un día a un fin de semana con los bachilleres, desafiándole («yo tengo amigos de verdad y una vida más hermosa que la vuestra: si queréis.»), César dio el paso más sencillo: «Me levanté y fui a ver». Fue «ese punto del que ya no hay vuelta atrás».

«Veía a un hombre más feliz que yo. Me levanté y fui a ver». Fue «ese punto del que ya no hay vuelta atrás».

«La noche siguiente a aquella excursión me fui a la cama pensando: “Gracias, Dios, porque existes. No permitas que nunca me aleje de esta historia"». Cuando le preguntas cómo pudo reconocerlo, llegar a decir “Dios" al final de esos tres días donde solo hubo cantos, juegos y diálogos, responde claramente: «La correspondencia. Plena, total. Era imposible. Yo no era tonto, había probado ya muchas cosas. pero en esa experiencia había otra cosa que pasaba, era evidente». Una evidencia que, añade, nunca le ha abandonado. «Me decía: si no quiero perder esta plenitud, tengo que seguirla. El ciento por uno no depende de mí, pero lo necesito. Por tanto, conviene estar pegado al lugar donde puede volver a suceder».

El descubrimiento del origen. Y una verificación que hacer continuamente. En el fondo, su vida con los chicos consiste en eso. «El Viernes Santo estábamos en una iglesia», cuenta. «Había unas cuarenta personas: 32 ancianas, nosotros tres Memores y cinco bachilleres. Pensé: si no estuviéramos nosotros, habría sesenta años de distancia. Dos generaciones. En medio, la nada. Y me pregunté: ¿por qué estos están aquí?». Y se respondió. «No por una tradición, sino por la fascinación que han encontrado al conocernos. Es algo totalmente nuevo. Y te lo dicen: “Lo que vosotros vivís no lo habíamos visto nunca". Son posmodernos, frágiles, ya están decepcionados. Pero ese juicio está claro: quieren identificar esa diferencia, entender de dónde viene. Por eso muchos piden luego la Confirmación o el Bautismo. Para ellos, ese paso no es un salto al vacío, ya forma parte de su experiencia». Más de lo que, a veces, pasa con los que creen que ya conocen a Cristo. «Cuando hablas de ese “algo más", para nosotros muchas veces no se identifica con lo que está pasando; indica más bien nuestras imágenes, fórmulas. Para ellos no: es una evidencia presente. Como me dijo uno de ellos, “en el mundo que había visto hasta ahora, la gente come, bebe, tiene relaciones sexuales y muere. Punto. Vosotros sois distintos. Estáis vivos". Me hizo pensar en el inicio, cuando los paganos llamaban a los cristianos “los vivientes"». Esto es lo que César pone a prueba todos los días: «ir al fondo de la experiencia. ¿Qué hay aquí que no hay en otra parte? ¿Y cómo te ayuda a vivir? Estar con ellos es un regalo, porque son radicales».

«Me he preguntado ¿por qué estos están aquí?. Y se respondió. «No por una tradición, sino por la fascinación que han encontrado al conocernos».

Lee el mail de un chaval que ha llegado este año. Ha cambiado de colegio porque sufría acoso escolar. «El primer día ya vi algo distinto -escribe-. Me llamaban la atención los profesores, cómo vivían entre ellos y con mis compañeros. Luego me invitaron a la Escuela de comunidad, no podía creerlo: un lugar donde se habla sin miedo del propio dolor. En resumen, he experimentado algo más, algo nunca visto. Allí había algo que yo quería, sin saberlo». Comenta César: «Cuando sucede una cosa así, tienes que seguirla. En cierto sentido, yo vivo de lo que sucede en ellos».

Como con los burlaos, la compañía que se reúne todos los lunes por la noche en su casa con Lluís (otro Memor). «Son jóvenes del pueblo. Algunos antiguos alumnos nuestros. Casi todos con una vida desestructurada: ni estudian ni trabajan. Pero llegados a cierto punto vuelven con nosotros. Porque tener un lugar donde poner la vida sobre la mesa es indispensable». Entre patatas fritas y cerveza, hacen la Escuela de comunidad con una lealtad impresionante. «Allí se ve lo que estamos diciendo: tu yo puede estar fragmentado, frágil, dividido, pero tu corazón no». Si el encuentro sucede, lo intercepta. «Y a partir de ahí se puede hacer un camino. Igual que me pasó a mí».