Indicaciones de método para la Escuela de comunidad (1992)

Apuntes de un debate de Luigi Giussani en el Consejo nacional de CL
La propuesta del movimiento se recoge de forma sistemática y crítica en la Escuela de comunidad. Esta representa el contenido más importante al que prestar atención y el punto de referencia para juzgar y comparar.

El trabajo sobre el texto de la Escuela de comunidad es el modo más concreto de mantener una relación sistemática con el carisma del movimiento.

Carisma es el don del Espíritu, que actúa en función de toda la Iglesia, utilizando para ello temperamento, tiempo y espacio, es decir, utilizando lo humano. Darse cuenta de que el Espíritu usa lo humano quiere decir caer en la cuenta de lo que es el catolicismo.

La fidelidad al carisma es lo que genera la presencia y la misión; por esa fidelidad al carisma nace la experiencia, y se desarrolla un sujeto humano capaz de presencia.

El “genio” característico del carisma del movimiento es metodológico, pedagógico. El movimiento surgió por la preocupación de que los jóvenes conocieran a Cristo, de tal manera que Su presencia resultara persuasiva para ellos.

El método del movimiento se recoge en la palabra «acontecimiento»: mostrar la presencia de Cristo como un acontecimiento presente. Pues Cristo, en efecto, se manifiesta de modo persuasivo en un acontecimiento presente. La metodología del movimiento reside por entero en sustituir categorías repetidas o un discurso reiterado por el encuentro con un acontecimiento.
La moralidad nace como tensión a conformar la propia vida con el acontecimiento que hemos encontrado y que nos ha involucrado; una disposición a pertenecer y, por tanto, a confrontarse con lo que es el movimiento.
La compañía se convierte en acontecimiento, y por consiguiente, en fuente de moralidad, en la medida en que está planteada de manera que resulte más fácil a todos y cada uno comparar todo lo que se vive con la propuesta del movimiento.

Este es el modo concreto de mantener la relación con el carisma: participar en un acontecimiento e ir penetrando progresivamente en él. El principio de este acontecimiento debería ser la responsabilidad personal de quien dirige: que su relación con lo que dice a los demás sea seria. Esto es lo que «enciende» la vida de la compañía como acontecimiento.

Si se reduce la Escuela de comunidad a categorías, propias de un «discurso», no sirve para desarrollar el movimiento. Si consiste en un trabajo, si es un punto con el que comparar la propia experiencia, se convierte en un lugar fascinante que hace presente el acontecimiento.

Lo que se debe comunicar es el entusiasmo, la belleza que supone comparar [la propia experiencia con el carisma]. Este comparar conlleva un componente existencialmente dramático, porque si uno se «compara con» tiene que corregirse. Es precisamente esto lo que, desde el punto de vista educativo, arrastra y hace seguir a otro: sólo merece ser seguido quien, a su vez, sigue. Lo que no provoca el deseo de cambiar es falso, aunque se trate de un discurso que se repite correctamente.

La Escuela de comunidad debe hacerse mediante una seria comparación con el texto, y no al hilo de nuestras preocupaciones.

¿Cómo puede convertirse la Escuela de comunidad en un punto con el que compararse? En primer lugar, hay que leerla aclarando juntos el significado de las palabras. No con una interpretación, sino siguiendo literalmente. Se trata de un reverdecer del método escolástico de la Edad Media: una lectura tan textual que los comentarios se hacían al margen. Es necesario que nos hagamos discípulos del texto.
En segundo lugar, es necesario dar espacio a ejemplos que permitan comparar lo que se vive con lo que se ha leído. Hay que preguntarse cómo lo que se ha leído y tratado de comprender literalmente enjuicia la vida, cómo enjuicia lo que ha sucedido el día anterior, lo que está sucediendo en el mundo y en la propia situación.
De este modo la Escuela de comunidad se convierte en un gesto misionero; pues no debe ser un «seminario interno». ¿Cómo puede resultar válida para mí la Escuela de comunidad si no la percibo llena de esperanza prometedora también para cualquiera que me encuentre por la calle, para cualquier compañero de estudio o de trabajo? Si es válida para mí, ¿por qué no debe serlo para él? Al proponérsela a otro, brota la unidad que existe entre su humanidad y la mía, la sed humana común a ambos, y ese «ancla» que es la respuesta que brilla para él y para mí.

Quien conduce la Escuela de comunidad tendría que ser como la fuente de la que mana ese momento como un verdadero acontecimiento. Y resulta ser esa fuente, ese manantial, si lo que lee le impacta en primer lugar a él. Así, con discreción y sin sentimentalismo, sería oportuno que dijera: «Comprendo que este pasaje determinado me juzga ante todo a mí». En cambio, si el que conduce la Escuela se dirige a la gente con lo que él piensa, acostumbra a cada uno a seguir sus propios pensamientos.

La Escuela de comunidad debe ser sentida, vivida y sufrida por quien la conduce, el cual, precisamente por ello, deja de ser un «catedrático» y se convierte en alguien que busca como todos los demás. Y para que esta búsqueda no sea intelectual debe coincidir con una petición. Este buscar y este pedir generan un afecto real.

El trabajo de la Escuela de comunidad, más que basarse en momentos excepcionales, es una tarea de todos los días.

No resulta provechoso sustituir el trabajo de la Escuela de comunidad por otras cosas que se puedan imaginar; ello denunciaría, implícitamente, la propia incapacidad para hacer la Escuela de comunidad.

[Publicado en CL - Litterae Communionis, (1992), n. 12, pp. I-IV]