He Li

He Li, de Piero de la Francesca al Meeting

El itinerario en busca de lo esencial de un estudiante chino criado en Nueva York que, harto de todo lo que le rodea, empieza a seguir las huellas de la belleza acompañado del pintor renacentista, llegando hasta Rímini

En julio conocí a He Li, un amigo chino. Su familia se trasladó a Estados Unidos cuando él era pequeño. Se graduó en Yale y llevaba unos meses en Italia porque está haciendo el doctorado sobre Piero della Francesca. Durante la semana del Meeting vino todos los días a Rímini desde su casa, en Ancona, un viaje de cien kilómetros, aunque en realidad su viaje ha sido mucho más largo y su destino, mucho más “esencial”. Así que le he pedido que nos cuente su historia de búsqueda.
Máximo (Módena)


Siempre he buscado algo a lo que no sabía poner nombre. Hace diez años, cuando estudiaba en la universidad de Yale, llevaba una vida solitaria, totalmente harto de todo lo que conocía: los suburbios de Nueva York donde crecí, las caras de las clases y de los comedores de la Ivy League.

En vez de socializar, prefería dar un paseo por la zona silenciosa de la ciudad, poblada de árboles y casas victorianas. Una noche, durante uno de estos paseos, recorriendo una larga calle de los inicios de la historia americana, recuerdo que el sol empezaba a ponerse mostrando una luz resplandeciente. Sus rayos naranjas atravesaban las grandes nubes y las infinitas hojas de los árboles que ondeaban ante mí. Entonces fue cuando vi ese “algo” que siempre había buscado. Entonces “vi” la realidad, que se me desvelaba como una presencia, como algo “dado”. Lo había visto miles de veces en el pasado, desde pequeño, cuando vivía en Pekín, antes de que mi familia se mudara a América, pero esta vez era distinto. Esa vez lo entendí. De vez en cuando –pensé– la realidad mira a la humanidad con ojos benévolos y nos invita a desplegar hacia fuera nuestro ser lanzando sobre nosotros un diluvio de belleza de otro mundo. Esa sobreabundancia penetra en la mente humana y nos permite por fin ver el mundo a la luz de sus componentes eternos e inmateriales, al menos por un instante. Esa fue la conclusión que saqué, sin haber leído nada sobre el argumento.

Me pasé los diez años siguiente buscando ese “algo” que había vislumbrado. Una búsqueda que me llevó a los textos de sectas gnósticas que me conmovieron con su trascendencia radical y que me hablaron de Dios, de Cristo, de san Agustín, que me enseñaron a dirigir mi voluntad hacia ese Dios, hasta san Mateo, me enseñaron que ese Dios se ha hecho carne. Esa búsqueda me llevó también a Platón, Aristóteles, san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, todos me enseñaban ese “algo” que brilla a través del fragmento de vida más pequeño.

Me llevó bajo árboles imponentes por viejos parques americanos en la noche oscura, ante los enormes edificios de cemento de la universidad en horario de cierre, y entonces aprendí a ver esa luz en muros desnudos y en sombras vacías, y me llevó hasta Piero della Francesca, donde vi, de la forma más pura, una auténtica imagen de ese “algo” misterioso que andaba buscando. Entrando de esta manera, dejé de sentir mi hartazgo por todo lo que me rodeaba. Seguí las huellas del pintor renacentista a través de vastos repertorios de la sabiduría antigua y empecé a pintar con su espíritu, pero con mis manos. Al final, me puse a escribir mi tesis de doctorado sobre él, preguntándome qué había en su arte que me permitiera mirar dentro del mundo.

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Mi investigación académica me llevó hasta Italia, donde aprendí de una vez por todas no solo a dejar de desdeñar el mundo, sino también a abrazarlo de espíritu. En cierto sentido, me resultó fácil aprender esa lógica misteriosa en las personas, en las formas de vivir de este pueblo, en los ojos de la gente, en el amor y en esa capacidad de comprensión tan común, que parece que invade cada rincón. Sentí un profundo deseo de entrar a formar parte de la Iglesia católica, hasta entonces era evangélico. Dejé que el aliento hondo y vivo de la Iglesia me llevara donde quisiera, y así fue como me llevó en tren desde Ancona hasta el recinto ferial de Rímini, donde participé en el Meeting y aprendí por fin a ver ese mismo fenómeno divino antiguo en esa estupenda red colectiva de amistad que llaman comunidad cristiana, y ahora lo único que deseo es pertenecer a ella.
He Li