Paolo De Carli

«La muerte de mi abuelo y el don de una compañía»

Ha muerto Paolo De Carli, uno de los primeros que siguió a don Giussani en los inicios del movimiento. Su nieta cuenta cómo vivió esas últimas semanas

El lunes 19 de junio, antes de ir a catequesis, me enteré de que mi abuelo paterno Paolo había sufrido un cólico renal y le habían llevado al hospital. Al volver a casa me llamó mi madre y, con una voz insólitamente preocupada para ella siendo médico, me explicó que el abuelo estaba entubado en neuro-reanimación por una hemorragia cerebral inesperada y que estaba en coma. Así que fui al hospital y descubrí que las posibilidades de que el abuelo volviera a estar como antes eran casi igual a cero. Verlo inconscientes, rodeado de tubos y agotado me rompió. El sábado anterior estuvo bailando con nosotros en la fiesta de la parroquia y solo dos días después estaba luchando entre la vida y la muerte.

En la sala de espera, “colonizada” por mi familia, la situación era tensa, pero no desesperada. Me impactó especialmente mi abuela Alda, que por un lado estaba triste y preocupada, pero por otro era consciente de que, pasara lo que pasara, el abuelo no era suyo. Vi que amaba su destino más que la vida junto a él. Aquel día de tanta fatiga y dolor nunca estuve sola. Nada más llegar a casa, vinieron a casa algunos amigos de los bachilleres y después de cenar se organizó un rosario con los amigos de mis abuelos, sus hijos y nietos. Nunca había visto llorar así a mi padre, con una mezcla de tristeza y agradecimiento.

Después del rosario, cansada y triste, decidí ir a dormir con una amiga en busca de algo de consuelo, y tal vez también para huir un poco de la preocupación que sentía en casa. Me sorprendió cómo me ayudó, tanto ella como otras amigas, a afrontar la enfermedad de mi abuelo, sin censurar nada ni intentar distraerme. Con ellas podía tener la libertad de mostrar toda mi fragilidad.
Esa noche me di cuenta de que no estaba enfadada, que es lo que me suele pasar en situaciones dramáticas, sino que sentía una tranquilidad que no era propia de mí.

Al día siguiente vino el padre Angelo a darle la extremaunción. Conmovido, mi padre me contó que el abuelo, a pesar de estar en coma, había asentido cuando el sacerdote le preguntó si quería recibir el sacramento, y que movía los labios como siguiendo el Padre nuestro que rezaban la abuela y el cura. Tal vez este fue su último “sí” en este mundo. La semana avanzó entre la preocupación y la tristeza inevitable en una situación que parecía que no iba a cambiar. Pero nunca estuvimos solos, ni yo ni mi familia. Solo puedo dar gracias por la compañía tan verdadera que se nos ha dado. Una noche por ejemplo, con varios bachilleres, fuimos a cenar con mi abuela y fue precioso.

Esos días también pasé mucho tiempo con mi familia, tíos y primos. Solo nos vemos en ocasiones puntuales, pero estamos muy unidos y vivir juntos este momento ha sido muy intenso. A medida que pasaba el tiempo, más conscientes éramos de la gravedad de la hemorragia, pero creo que esos días también me ayudaron a crecer, a pesar de lo duros que fueron.

Dos semanas después del ingreso, me fui a las vacaciones de monitores de catequesis con la triste conciencia de que la visita que había hecho a mi abuelo dos días antes podía ser la última. Fueron unas vacaciones intensas, donde percibí mi necesidad de ser querida y pasé mucho tiempo en silencio porque no necesitaba palabras para explicar a mis amigos cómo estaba, ellos estaban ya ahí para mí, incluso en los momentos de más preocupación o cuando mi abuelo fue trasladado finalmente a casa para poder pasar sus últimos días con mi abuela.
Al día siguiente, mi padre me llamó llorando y me dijo que el abuelo ya estaba con el Padre. Ni siquiera tuve que contar lo que había pasado. El padre David dio por terminadas las vacaciones y volvimos a Milán. Esa noche me acompañó una amiga al rosario, y a ver a mi abuelo, con una cercanía que recordaré toda mi vida.

El día del funeral, me puse de acuerdo con mi hermana Anna y mis primas para no ir totalmente vestidas de negro, y casualmente todas nos pusimos una camisa blanca, como mostrando una extraña paz en medio del dolor por la pérdida. La iglesia estaba llena de gente y en el altar se podían contar catorce sacerdotes, todos habían conocido a mi abuelo por un motivo u otro. Era gente agradecida, gente a la que él había amado. Siendo honesta, no recuerdo muy bien lo que se dijo, pero todavía puedo notar esa sensación de abrazo que sentí, una certeza increíble de que no todo acababa ahí. Al final habló mi abuela. Creo que no hay palabras mejores para expresar lo que vivimos esos días, pero también la vida entera de mi abuelo: «La última tarde que pasamos juntos estuvimos charlando sobre la buena vida que Dios nos había concedido. Hemos tenido mucho, hemos nacido y crecido en paz, en un lugar privilegiado, con familias que se quieren y con satisfacciones laborales. Pero el mayor regalo ha sido el encuentro con la compañía de la Iglesia, que nos ha abrazado y educado a través de rostros amigos, de los que vosotros sois signo. Acabamos la conversación profundamente conmovidos y agradecidos. Y también doy gracias por estos dieciséis días que Dios nos ha donado. Días de preocupación y de dolor, sí, pero para nosotros ha sido un tiempo para adentrarnos en el misterio de la vida y de la muerte, para redescubrirnos más unidos: en familia, con amigos, en esta compañía. Hemos visto y sentido a nuestro alrededor, verdaderamente, una “nube” de afecto y de oración que nos ha acompañado y consolado. Para mí, la gratitud es la clave de este momento. Lloro, pero no puedo dejar de dar gracias: a vosotros, a la compañía de la Iglesia, en definitiva a Dios». Al final, canté La Festa sta per cominciare (La fiesta está a punto de empezar, ndt.) de Antonio Anastasio, con la voz temblorosa por la conmoción, tanto que luego me rompí en un llanto liberador, lleno de emociones, recuerdos y preguntas.

Podría contar muchísimos otros momentos, conversaciones y pensamientos que compartir con familiares y amigos, pero creo que ya he expresado lo que ha supuesto para mí la muerte de mi abuelo y este momento de paso que tanto nos ha marcado.
Caterina, Milán