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San Francisco. «Estas monjas no tienen miedo»

Un domingo por la mañana con las Misioneras de la Caridad y con los sin techo. El café de Gerald, la mirada de Cyrian, el regalo de un evangelio… Un día de caritativa en California

Domingo, ocho de la mañana. Federico pasa a recogerme para ir a San Francisco. Cada quince días, algunos amigos de la comunidad acompañan a las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa paseando por las calles para atender a los sin techo. Antes de irme a California, me habían dicho de todo sobre los llamados homeless: «Mantente alejado, están drogados y a saber lo que pueden hacerte»; «Si te miran, no les digas nada y trata de no cruzar tu mirada con ellos»; «Evita esos barrios, son de gente apestada». Pero Federico me contó que las monjas van dos veces al día para llevarles el café del desayuno, comida y medicinas. Pero sobre todo para estar con ellos, escucharlos y contarles cómo Jesús cambia la vida.

Llegamos a Pacifica, una ciudad cerca de San Francisco donde las monjas tienen su sede. Una oración breve y salimos. El primer mendigo con el que nos paramos se llama Gerald y tiene unos sesenta años, con barba descuidada, sin dientes y no especialmente limpio. Una hermana le explica que hay un problema con el banco. Si no envía ciertos documentos no podrá recibir el subsidio estatal que le permite sobrevivir. Mientras le lee el esquema que le ha preparado por puntos, uno de nosotros llama al banco para explicarles lo que pasa. Pero cuando Gerald entiende por fin cuál es la situación, se pone a gritar desesperado: «Mi vida es un caos. Esta vez lo dejo todo y me dejo morir en la calle». Repite hasta tres veces que no piensa hacer nada, que se acabó. De ponto la monja se acerca a veinte centímetros de su rostro y le dice: «Gerald, basta ya. Deja de hablar y escúchame». Tiene poco más de veinte años, me parece casi una niña por lo pequeñita que es. Verla delante de ese hombretón impresiona. «Dios te ama, Gerald. Eso no lo dudes nunca, ¿entendido? Ahora estoy aquí contigo y sabes que te quiero. Estamos haciendo todo lo posible por ayudarte, pero la responsabilidad última es tuya. Tú eres quien debe llamar al banco». La mirada de Gerald cambia completamente. Se nota que se fía de ella, parece un niño al que su madre ha reñido, que acepta la bronca porque sabe cuánto le quiere. Rezamos juntos un avemaría y la situación se calma. Gerald se tranquiliza, acepta un café, sonríe y pregunta cuándo volverás las monjas a verle.

Llegamos a otro punto de la ciudad aún más destartalado y sucio que el anterior. Caminando entre tiendas y caravanas, la hermana que guía a los voluntarios me toma de la mano y me dice: «Tengo que presentarte a alguien muy especial». Me señala una tienda un poco alejada y me cuenta en pocos segundos la historia de Cyrian. «Ya no miraba a nadie a la cara. No sabíamos qué le había pasado. Cuando lo encontramos, no dijo nada durante meses, ni siquiera salía de la tienda. Luego, poco a poco, volvió a levantar la mirada». Al llegar, la hermana lo llama: «Cyrian, este es Simone, acaba de llegar a América. Ha venido a verte». El chaval levanta la cabeza y me mira, el labio inferior le tiembla. Me quedo sin palabras, igual que él. La hermana nos mira feliz. Me siento y le pregunto tímidamente qué tal le va.

Al cabo de unos minutos, la monja volvió a llamarme: «Quiero presentarte al hombre que me salvó la vida». Creo que no he oído bien, me giro y la veo abrazando a un hombretón de dos metros, que de un empujón la habría podido mandar al otro lado del a calle. «Un día me saltó encima un perro enorme, pensé que me mataba. Pero él se abalanzó sobre el animal, que le hirió en mi lugar, mientras que yo solo me llevé algún arañazo. Es la persona más valiente del mundo». En ese momento, se le veía tan feliz como un jovenzuelo delante de su primer amor.

Volvemos a subir al coche y nos dirigimos a la tercera parada: un pequeño campamento cerca de un cruce. Al bajar, las monjas me dicen que es un sitio nuevo. Han visto que había homeless y han decidido ir, pero todavía no los conocen. Una monja se presenta e inmediatamente les dice: «Hoy es el día de san Octavio, ¿lo sabíais? Si queréis, rezamos juntos». Los sin techo aceptan escuchar la historia del santo y luego empiezan a contarnos las suyas. La religiosa escucha con atención y luego pregunta a uno de ellos: «¿Tienes un evangelio?». Me quedo asombrado. No sabemos nada de este hombre, ni si es creyente, nos acaba de contar cómo lo perdió todo y acabó en la calle. Esa pregunta me parecía fuera de lugar. Sin embargo, él responde en voz baja: «¿Me lo regalarías? Me encantaría tener uno». ¡Cuántas veces en el trabajo, con mis amigos o mi familia, con la gente que va por la calle, me ha dado miedo decir una palabra de más!

Estas monjas no tienen miedo. No tienen miedo a contar la historia de un santo a un desconocido, o abrazar a un gigante que podría matarlas de un golpe, tomar de la mano a una persona que lucha contra la droga y rezar juntos, agacharse ante la tienda de un chavan que ha sufrido tanto que ha perdido la capacidad de mirar a los ojos a la gente. Ese domingo volví a casa y estuve horas sin hablar. Solo pensaba que, hiciera lo que hiciera en el resto de mi estancia americana, debía ser tan bello como aquella mañana. Yo también quería tener el coraje de esas monjas, su atención y su alegría.
Simone, Milán