La profesión solemne del hermano Angelus

Kansas. Una historia de misericordia

El hermano Angelus, de la abadía de Atchison, cuenta lo que ha sucedido en su vida y el camino que le ha llevado a pronunciar sus votos definitivos. «Lo que esperamos es una vida nueva que no conoce límites»

El pasado mes de diciembre, el día que se celebra la memoria de la Virgen de Loreto (10 de diciembre), pronuncié junto a mi hermano, fray Maximilian Mary, la profesión solemne de los tres votos definitivos de obediencia, estabilidad y conversión de mis costumbres como monje benedictino en la abadía de San Benito de Atchison, en Kansas. En nuestro monasterio se suele imprimir y repartir una “estampita de votos” para recordar el evento, para la que el monje elige una ilustración y una cita. Para la imagen hice una foto al amanecer de una imagen de María que hicieron hace poco para uno de los jardines del monasterio donde rezamos. La Virgen mira con asombro, con la mano en el corazón, la imagen de Jesús con doce años, después de encontrarlo en el templo y ponerse en camino a casa, a Nazaret. Para acompañarla, me pareció que la síntesis más adecuada del camino que me ha traído hasta aquí, y la esperanza que me sostiene para el futuro, eran las palabras de Laurencio el Eremita, que don Giussani citaba tantas veces: «Se me dijo que todo debe acogerse sin palabras y mantenido en el silencio; entonces comprendí que quizá toda mi vida transcurriría en darme cuenta de lo que me había sucedido. Y tu palabra me llena de silencio».

¿Qué me había sucedido? ¿Qué me ha sucedido para poder pronunciar, delante del abad, serenamente y con certeza aunque con temblor en la voz, estos votos que, según la mentalidad del mundo, son justo lo contrario de la libertad y la autodeterminación, pero que en realidad eran las palabras más libres y personales que he pronunciado nunca?
Esta pregunta está muy viva en mí y me llena de asombro por lo que ha aferrado mi vida. Para ver cómo su significado se despliega y se desvela, es mejor, como recomienda Laurencio, estar en silencio, pidiendo a María el don de su silencio, abierto y fecundo. Pero si un amigo te pide hablar o escribir, contando con la bendición de tu abad, probablemente será un signo de ese Tú que te invita al silencio pidiéndote ahora hablar, mirar de nuevo más profundamente lo que ha sucedido.

La vida del monje se resume esencialmente en la fórmula de los votos (de dónde vienes, a Quién y delante de quién, y qué día, pronuncias estos votos). Mientras hacía la profesión estaba desbordado por la misericordia de Dios, por mí, por todos los que estaban allí (y también por los que no estaban físicamente pero siempre han estado conmigo) y por toda la creación. Cada palabra se llenaba espontáneamente del recuerdo de rostros y hechos y que me hablaban de ese “Tú” que me había acogido con una promesa de vida que rompía mi limitada medida y me abría de par en par a un horizonte nuevo y más grande: mis padres, que fueron los primeros en hablarme de Jesús y me enseñaron que con Él la vida era en último término positiva, y que la respuesta más adecuada era la oración; mis hermanos y hermanas, con los que empecé a descubrir la aventura, las dificultades y alegría de la vida; las amistades que han ido creciendo y que me han hecho desear siempre más; un encuentro en la universidad que supuso para mí el inicio de un cambio decisivo cuando, después de estar quejándome con una amiga por la distancia que percibía entre la vida y la fe, entre la belleza que me conmovía en la literatura, en el arte y en la música que estudiaba, y la realidad a la que me enfrentaba el resto de la jornada, ella me invitó a conocer a sus amigos del CLU. Fui porque quería conocer la fuente de la que brotaba esta belleza y descubrí, participando en sus encuentros y compartiendo su vida, que esta fuente era una realidad, algo hecho de carne y de sangre, una vida capaz de superar todas las divisiones y generar un pueblo, algo que me movía por entero, a lo que me podía adherir y que podía seguir. En una palabra, era el inicio de un camino.

En los años siguientes, hubo muchos otros momentos que siguieron a aquel encuentro que tengo grabado en mi memoria, sobre todo los milagros del cambio y la novedad de vida de la que he sido testigo, en mí mismo y en otros, desde que entré en el monasterio. Pero sin duda el motivo por el que esta experiencia, que empezó con una invitación al CLU, es tan central en mi mente es porque he visto en qué medida la promesa que me ofrecía no ha dejado de crecer gracias a mi adhesión, muchas veces muy torpe, al lugar y a las personas donde mi corazón volvía a ser generado. ¡Es increíble lo decisivo que puede llegar a ser un encuentro casual! Pero así es como Jesús describe Su reino, como encontrar un tesoro en medio del campo. No estaba en mis planes, ¡pero un tesoro es un tesoro, así que me quedo!
Siempre estaré agradecido a Dios por Giussani y por los amigos que han recibido su carisma y se han hecho amigos míos, porque me han mostrado la naturaleza de mi corazón como punto de unidad de mí mismo que espera este tesoro, de tal modo que pueda abrazar la promesa de la realidad con esperanza y reconocer y seguir confiadamente a Aquel que la hace crecer. Este lugar me ha mostrado que el cristianismo es el acontecimiento de este tesoro –Dios hecho hombre– que sigue presente con nosotros en su Iglesia, que es una vida y una comunión que se puede tocar y experimentar. Si el terreno de mi corazón no hubiera sido desbrozado por el seguimiento de la experiencia de Giussani, me pregunto si la semilla de la vocación hubiera hallado terreno fértil para crecer.
Aunque hubiera reconocido la voz de mi padre san Benito, que empezó a fascinarme más seriamente en la misma época en que conocí al CLU, no habría sabido cómo seguir y verificar con todo mi corazón lo que esa voz me estaba proponiendo, pues es el mismo método y signo que ha acompañado mi camino hacia el monasterio y me llena ahora de entusiasmo en esta nueva fraternidad a la que pertenezco.

El corazón que comparten todos estos hechos está contenido en el canto que acompañaba el momento en que, después de profesar nuestros votos, siguiendo el rito, nos postramos ante el altar para ser cubiertos por el mismo paño fúnebre que un día acompañará nuestros cuerpos al cementerio del monasterio. El abad recitó una bendición, consagrándonos a Dios y pidiéndole: «Mira, oh padre, a tu elegido; infunde en él el Espíritu de santidad para que pueda llevar a cumplimiento con tu ayuda lo que por tu don ha prometido con alegría. Que contemple siempre al divino Maestro». Luego, mientras nos retiraban el paño, oíamos cantar: «despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5,14).

Pero entonces, esta historia que espontáneamente llenó mis votos de memoria, ¿en qué consiste? Solo puedo definirla como una historia de Misericordia, la historia del sobresalto del corazón a la nueva luz que irrumpe cada vez más entre las tinieblas de mis continuas muertes y caídas en el olvido y el rechazo. Una historia que gradualmente, con el tiempo, con la estabilidad de un “sí” constantemente renovado por la gracia del Espíritu en esta compañía, hace crecer una Vida nueva e invencible. Y la Vida se comunica. Durante la misa de la profesión solemne, era consciente de estar rodeado de un enjambre de testigos: santos cuya amistad y ayuda me han acompañado y a los que invocábamos de nuevo mientras yacíamos postrados; mis hermanos en la vida monástica, que viven hoy y que han vivido en tiempos pasados, llamados a entregar su vida en la misma forma del testimonio; personas de todo tipo que llenaban mi memoria y la iglesia, viejos y nuevos amigos (algunos no los conocí hasta el verano pasado y vinieron desde otros estados para estar presentes) que reconocían en este momento un signo del Amor que abraza su existencia y sigue susurrando esa palabra increíble: esperanza. Su presencia salta ahora en mi mente y me hace recordar que esta vida que se nos ha regalado, esta compañía, ha sido generada por Otro, según Su designio, para vencer la muerte y llevarnos a una Vida nueva.

Si la profesión de los votos solo fuera una declaración de voluntad individual, al final no quedaría nada. Sin embargo, como nos recordaba el abad en su homilía, lo que estaba sucediendo, lo que ese día estaba comenzando no era ante todo una obra nuestra, sino una respuesta a algo que ya estaba sucediendo en nosotros, a Aquel que siempre actúa y siempre es fiel. Por las preguntas y relatos que oí durante y después de la fiesta, donde comimos y cantamos juntos (algunos hasta bailaron), parecía evidente que no se trataba solo de una “interpretación privada”, yo no era el único que veía todo esto con asombro. Lo que nos conmueve, lo que esperamos realmente es una vida nueva que no conoce límites, un pueblo que canta con un porqué, una unidad imposible que sin embargo está presente. Estas con las cosas que hacen preguntar a mi corazón: ¿quién eres Tú que has tocado nuestra vida, que nos has llamado? Y sobre todo, todos los días: ¿es posible también para mí?

Hermano Angelus, Abadía de San Benito, Atchison, Kansas