Un suburbio de Kireka en Kampala.

Uganda. «Aquí, ahora, puedo dejar que mi corazón hable»

Su padre la abandonó y su madre fue asesinada. A los once años, se quedó sola con su hermano pequeño. Un encuentro le cambió la vida «en la cocina del colegio»

Mi camino en CL empezó hace cuatro años. Desde aquel día, mi vida ya no es la misma. Antes de empezar a hacer la Escuela de comunidad, muchas cosas me parecían extrañas, me hacían sentir triste y silenciosa. En primer lugar, el recuerdo de cómo mataron a mi madre unos matones que le quitaron todo y la dejaron tirada en un foso después de golpearla en la cabeza con barras de hierro, la voz de los médicos, su llanto antes de morir… Esos recuerdos me han atormentado muchas veces, han hecho que me cueste mucho fiarme de la gente. También pensaba que, si mi padre hubiera estado en casa con nosotros, mi madre no se habría encontrado nunca con sus asesinos. Seguiría aquí, viendo lo rápido que crecemos, y eso la haría feliz. Mi madre murió cuando yo tenía 11 años y mi hermano Joel, 6. Nunca entendió del todo lo que había pasado.

He tenido momentos complicados que no sabía cómo afrontar. Tenía una madrastra muy cariñosa, pero yo necesitaba un amor más grande. Además, no me gustaba mi aspecto, intentaba hacer las cosas solo por complacer a los demás, aunque no fuera bueno para mí. En esos momentos deseaba la presencia de un amigo que me recordara el amor, que me dijera que estaría a mi lado siempre, en cada momento y todos los días. Un amigo que me dijera que estaba bien tal como era, un amigo que pudiera con todo. Un día, mientras servía la comida en el colegio, me encontré con Rose en la cocina. Había oído hablar de ella a otros alumnos, pero nunca había tenido la ocasión de verla ni hablar con ella. Pensaba que solo era una “madre” para los alumnos del programa de adopción a distancia.

Fue precioso conocerla y muchas cosas han empezado a cambiar en mi vida. Recuerdo lo primero que me dijo: «¿Quién eres? No te conozco». Le empecé a hablar de mí, contándole todo, y ella me dijo: «Tú tienes un valor». Su voz despertaba mi corazón. Me invitó a la Escuela de comunidad, un lugar donde me sentía querida y podía hablar con otros amigos. La primera vez que fui no entendía lo que estaba pasando, pues cantaban canciones hasta en italiano, pero me sentía en paz, en casa, con una familia. Eso me llevó a volver una y otra vez porque percibía una presencia única con estos amigos, a los que sigo hasta hoy. Este es un lugar que me hace estar segura del valor infinito que tengo, que no se puede reducir a cero. Me ayuda a valorarme a mí misma, me hace sentir libre. Aquí puedo hacer que mi corazón hable cuando me siento vacía, en mis momentos de confusión. Puedo apoyarme en esta amistad sin fingir. Aquí siempre hay alguien que me quiere. Nada es comparable a este lugar que he encontrado.
Debora, Kampala