Kiev bombardeada (Miguel A. López/Ansa)

La guerra, Ungaretti y mis alumnos

Dar clase de literatura y luego ver las noticias sobre la invasión de Ucrania. Pero serán las lágrimas de una alumna con apellido del este las que le harán caer en la cuenta de lo que está pasando

Dejad de matar a los muertos. Es el verso que abre un famoso poema que Ungaretti escribió al final de la Segunda Guerra Mundial. El poeta lanza una advertencia para que no se pierda la enseñanza que el hombre puede obtener de la historia. Lo leo porque está en el currículo escolar, lo propongo en clase y lo explico, poniendo algo de retórica por mi parte, que parece inevitable cuando afrontas ciertas páginas de la historia. Estamos a mediados de febrero y las crudas imágenes que pueblan la poesía de Ungaretti son impactantes, pero suenan lejanas para mis alumnos, que solo han visto la guerra en las páginas de los libros.

Acaba febrero. Putin invade Ucrania. Cuando vuelvo a clase me encuentro en las escaleras a una de las alumnas con las que leí esos poemas. Tiene un apellido extranjero, del este, lo he leído muchas veces aunque nunca he preguntado de dónde era. Está con dos amigas, llora. Intento averiguar el motivo. Nerviosa, me cuenta que esa mañana ha hablado con sus padres, que viven en Ucrania, y le han contado lo que estaba pasando. ¿Cómo te pones delante de una joven para la que lo que tú ves en las noticias se concreta en la vida de su familia? No supe decirle nada y me sentí un poco mal por mi silencio, aunque reconozco que casi envidié un poco sus lágrimas.

Ese mismo día me encontré con otros dos chavales. No eran alumnos míos, pero los conozco desde principio de curso y hablo con ellos de vez en cuando. Uno es egipcio y el otro, ruso. Con ellos tampoco estoy tranquila. El primero quería organizar alguna iniciativa para recoger fondos para el pueblo ucraniano y me pide ayuda. Me lo propone con una sencillez entusiasta, que supera todas las medidas de mi desproporción. Le respondo con evasivas pero con una sonrisa, a medio camino entre el escepticismo y la sorpresa, pero también envidio profundamente ese ímpetu suyo porque expresa un deseo vivo que le hace responder ante las circunstancias sin eludirlas por miedo a no estar a la altura.

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Esa inquietud me acompaña. Al entrar en clase, me pregunto si podré volver a dar poesía y gramática como antes, mientras dentro de mí se abre paso un tímido deseo de que mi trabajo y mi manera de hacerlo pueda no quedar al margen de las heridas humanas, sin tener que ignorarlas por su desproporción.
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