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Educación. El don de palabras nuevas

A pesar de la vuelta a la presencialidad, las dificultades no han tardado en aparecer este curso. Raffaella, directora de un colegio, cuenta qué le ha ayudado a vencer la tentación de dejarse llevar por cierta sensación de precariedad

De vuelta a clase, no ha hecho falta mucho para darnos cuenta de que este año tampoco iba a ser fácil. Volvemos a clase presencial y la ilusión de que volvíamos a ser dueños de la situación se ha desvanecido al aparecer una serie de problemas, organizativos y logísticos, existenciales y didácticos, que exigían una disponibilidad renovada para dejarnos moldear por la realidad y volver a aprender el oficio. Sobre todo acecha una sensación tácita de precariedad que hace decaer el ímpetu comunicativo, la iniciativa y la tenacidad, imprescindibles en la enseñanza y en el aprendizaje. Luego me pasaron dos cosas.

El día que empezaron los pequeños, a los que recibí personalmente, un niño se puso a llorar desesperadamente y no había manera de separarlo de su madre. Visiblemente molesta, lancé una mirada a su maestra para que interviniera. Tras un instante de duda, la profesora se acercó y empezó a hablarle. Inmediatamente el niño dejó de llorar y se separó de su madre. Pensé que le habría animado a comportarse como alguien mayor, a darse cuenta de que no había ningún peligro, a tranquilizarse. Pero nada de eso. Sencillamente le dijo que ella también tenía muchas ganas de llorar porque había tenido que dejar en casa a su bebé para ir a clase. Me dije: qué gran ocasión para aprender del corazón humano, para comprender que la necesidad de los niños, jóvenes y adultos con que trabajo es idéntica. La conciencia de la propia herida, el deseo de ser amados, la necesidad de ser comprendidos, son realmente el motor para relacionarse con la vida y con la gente.

Al cabo de unos días, participé en el claustro docente de una escuela superior donde me invitaron a hablar de la evaluación. Estaba un poco preocupada porque no conocía a nadie, el encuentro se celebraba online, y además creía que este tema no se puede abordar si no se contextualiza dentro de un discurso más amplio y profundo. De hecho, para evaluar, que implica expresar un juicio, hace falta tomar conciencia del objetivo que tiene la escuela y de la propuesta didáctica que se quiere hacer a los alumnos. Al exponer estas premisas al resto de profesoras, me centré en una serie de cosas que he aprendido en los últimos años, en que la situación me ha obligado a revisar muchos aspectos que antes daba por descontado en mi trabajo. Al final de mi intervención, un profesor me agradeció el vocabulario que había empleado, que le había parecido muy innovador. Sorprendida, le pregunté a qué términos se refería. “Experiencia”, “sentido”, “personalidad”, “movimiento del alumno”. Surgió entonces un diálogo muy intenso con los profesores para dar carne a esas palabras, testimoniándonos mutuamente cuándo hemos visto en acto en nuestras clases el asombro por el conocimiento y el florecimiento de la personalidad, en qué condiciones pueden suceder y cómo se pueden verificar y por tanto evaluar.

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Después, retomar el trabajo –clases, reuniones, entrevistas– ha sido diferente, sobre todo por la gratitud que sentía por pertenecer a una historia que nos entrega palabras nuevas que leen la vida, a uno mismo y el propio trabajo. Que nos educa para apostar siempre por el significado y por lo esencial, sin perderse en aspectos secundarios, que nos llena de curiosidad por conocer y confrontarse incluso con quien no piensa igual que nosotros. Y me sorprendía deseosa de volver a hacer mío el significado de esas palabras, para que no se quedaran vacías sino que fueran reconquistadas en un diálogo con los que se me dan, cerca y lejos, para que puedan seguir introduciéndome en la realidad para captar y disfrutar su signifcado.
Raffaela, Milán