El pan, los peces y la escuela viva

El tsunami del coronavirus ha cambiado la vida de profesores y alumnos. ¿Qué hacer? Pequeños pasos, a base de ordenadores y videoconexión, aun llenos de dudas y tentativas. Hasta que la pantalla empieza a llenarse de rostros

Cuando empecé a ir a la escuela no había bolígrafos, ni siquiera plumas estilográficas. El bedel entraba en clase y nos llenaba de tinta el tintero del pupitre. Han pasado unos cuantos años y ahora las escuelas cierran sus puertas. La escuela “física”, el edificio, las aulas, los laboratorios, los estrados. Muchos libros se quedaron en las cajoneras, pues los chicos no tuvieron tiempo de llevarlos a casa.

Un tsunami. ¿Cómo es posible seguir dando clase? La distancia no está en el ADN de la educación. No logro imaginármelo. No tengo mucha familiaridad con las nuevas tecnologías, me parecen una misión imposible, pero la realidad siempre supera a la imaginación.

Primer dato: no estoy sola, mis problemas también son de otros porque sobre todo somos amigos. Somos compañeros, pero somos amigos. Ahí es donde los jóvenes nos toman de la mano y nos guían literalmente paso a paso, y nos convertimos en youtubers, dando clase por video, cargando materiales en la plataforma virtual de la escuela, aunque alguna vez la liemos.

Entonces empiezan a llegar los mensajes de los chicos: «¿cómo está, profe?», «no he entendido esto…», «¿hasta cuándo podíamos hacer la autoevaluación? Ya no puedo entrar». También han comenzado las clases por streaming. Al principio me daba un poco de pánico: «¿Seré capaz? ¿Lo habré hecho todo bien?». El wifi de casa va y viene, con cinco ordenadores conectados, y me empiezo a agobiar, hasta que empiezan a aparecer, cinco, diez, veinte rostros encuadrados en pequeños rectángulos dentro de la pantalla.

«Activad las cámaras que quiero veros». «Profe, que no me he peinado...». Otros aparecen pero invisibles y mudos, así que decido llamarles por teléfono: «es que me da vergüenza, profe». Pero poco a poco van apareciendo en las siguientes clases.

Uno interviene mientras estoy explicando, sin levantar la mano, a toda costa quiere hacer su comentario. Otro aguarda pacientemente con la mano alzada, esperando a que le dé la palabra. Algunos se mandan mensajes. ¡Estamos en clase! Aparece el padre por ahí. «Papá, vete, estoy dando clase». «Profe, ¿puedo beber agua?». Saben que en el aula no se puede beber agua mientras estamos dando clase.

Luego llega la hora de corregir. «No he hecho los deberes…». «Sí, profe, todo bien. Mis padres están trabajando, estoy solo en casa y he aprendido a hacerme la comida». En el boletín de notas no hay sitio para valorar a los que aprenden a cocinar, pero los profesores empezamos a mirarlos de manera distinta.

Luego llega un mensaje: «Perdón, profe, estoy agobiada con las tareas de la casa y me olvidé de la hora de la clase en directo, pero recuperaré todo lo que habéis dado en clase». ¡En clase! Esta alumna nunca se había retrasado en ninguna entrega, y añade: «No volveré a dar nada por descontado, sobre todo en el cole. Cuando estábamos allí solo pensábamos que queríamos estar en cualquier otra parte menos en clase, pero ahora creo que no querría estar en ningún otro lugar más que en el colegio. Cuando podamos salir no daré nada por descontado y valoraré todo lo que tengo, empezando por mis amigos y los profesores que nos ayudan».

Segundo dato de la realidad: la escuela existe, está viva. Hace unos días, en una conversación entre amigos, hablábamos de la multiplicación de los panes y los peces. Una amiga mía, profesora con alumnos de la Evau, también estaba invadida por esa sensación de inadecuación que nos está acompañando tan a menudo y me dijo: «Yo soy como ese chico, solo tengo cinco panes y dos peces. Pero sin eso, si no dispusiera de mis pocos panes y peces, nadie podría alimentar a la multitud».

Así es. Tengo poquísimo, tenemos poquísimo que ofrecer y no podemos alimentar a la multitud, pero cuando ofrecemos lo poco que tenemos, Alguien lo recoge y alimenta las mentes y corazones, los nuestros y los de nuestros alumnos.

El sábado a mediodía entró un mensaje en mi móvil: «buen fin de semana, profe». Todo está aquí, no se puede pedir más. Un nudo en la garganta, un nudo bueno, que todos necesitamos.
Paola, Varese