«Algo que vence cada mañana»

Médico en un hospital milanés durante la emergencia, una situación impensable para la que «creía estar preparado». Pero pronto apareció el malestar y la sensación de inutilidad. Sin embargo, «me daba cuenta con sorpresa de que algo dentro de mí resistía»

Nunca habría esperado vivir una circunstancia como esta, ni que dentro de algo así podría percibir como tan vital la necesidad de reconocer a Cristo como mi única y verdadera autoconciencia, que de otro modo se expone a la nada. Lo veo en mi propia persona, como médico de un gran hospital milanés, donde me he visto llamado de pronto a atender directamente a los enfermos de neumonía con coronavirus. A las pocas horas, me di cuenta de que estaba ante una situación que superaba con mucho hasta mis peores previsiones. Creía estar preparado para tratar una neumonía grave, como tantas veces he tenido que hacer, pero aquí, como es evidente ya para todos, la evolución de la nemonía podía resultar realmente impredecible incluso en pacientes jóvenes, y además en un contexto de aislamiento forzoso, lo que es muy duro y triste para todos. Cuanto más avanzaba todo esto, más surgía en mí una reacción angustiosa de derrota, inutilidad, sinsentido. Todas las mañanas me preguntaba dónde habría una posibilidad de librarse de esta presión y busqué varias vías: intentar minimizar, entregarme al máximo, trabajar sin descanso...

Luego me repetía algo que he oído mil veces, que la circunstancia podía ser una gran ocasión, pero no era capaz de mirarla de esa manera: en mí dominaba el malestar. Así fue durante varios días y más de una vez me surgió el deseo de rendirme, volver a mi trabajo habitual, aunque al final no podía hacerlo. Con sorpresa me daba cuenta de que algo dentro de mí se resistía. Estaba seguro de que no era una cuestión de mi temperamento, una buena disposición de ánimo, una generosidad incontenible... Era otra cosa que estaba sucediendo en mí, y me daba cuenta de que era lo que me hizo decir sí desde el principio, aunque luego casi lo olvidara por el shock inicial.

Había algo en mí que no era capaz de mirar en aquellas condiciones, un deseo de seguir dentro de esa circunstancia porque era ahí donde me llamaba el Misterio bueno, que desde que me conquistó decidió no abandonarme nunca. Así se fue abriendo paso el reconocimiento de un deseo que algo que percibía dentro de mí, casi a mi pesar, y que inesperadamente afloraba una y otra vez, como diciéndome: «Eres mío, tu vida me pertenece y tu destino es entregarte a Mí».

Cuando afloró eto en mí fue como un manantial que me hacía pasar de ser nada a ser “algo”. Podía empezar a mirar lo que tenía delante y me preguntaba de dónde venía todo aquello y por qué. Sorprendentemente algo empezó a interponerse entre la nada y yo, de nuevo mi libertad se veía desafiada. Empecé a preguntarmesi no sería Cristo quien estuviera realmente en el origen de todo lo que me estaba pasando, ayudándome a vecer mis miedos y rechazo. Empecé a verificar la presencia de Dios, no mis intentos, me descubría llamado por Dios a existir, a verificar mi vocación.

Entonces cambió el contenido de mi oración, de la súplica de poder resistir dentro de la debacle que veía a diario a la petición de dejarme vencer todas las mañanas por ese Misterio que ponía en mi corazón el deseo de entregarme sin condiciones para ver qué iba a pasar, en mí y en el mundo.

Con el paso de los días, y hasta hoy, aunque tímidamente, va decayendo un poco el lado más duro de esta circunstancia que hemos vivido todos, pero he vuelto a descubrir como si fuera la primera vez que lo que me mueve es la nostalgia de Él, es lo que verdaderamente me acompaña a lo largo de la jornada. La nostalgia de Él, que aflora cuando me encuentro ante la desolación de pacientes que apenas pueden respirar y ni siquiera tienen fuerzas para pedir ayuda o hablar por teléfono; o ante el enésimo intento médico que acaba fracasando; o ante una vida que decae lejos del amor de sus seres queridos. Entonces, buscar a Cristo me lleva a mantenerme en pie, a mirar, a compartir, a no dejar de entregarme para ver cómo puedo ayudar, porque no puede dejar de estar ahí, dentro d elas cosas, buscándole a Él.

Nunca como en este tiempo he pedido que la circunstancia cambie, que se vuelva más ligera, pero también es cierto que nunca como ahora he intuido lo que significa que dentro de la oscuridad en la que me descubro tantas veces se me da la posibilidad de ser, porque Jesús está ahí, diciéndome que soy suyo.

Todas las mañanas vuelvo a empezar con mis miedos y mi rechazo a esta situación, y siempre tengo que volver a medirme con este aguijón clavado en mi resistencia para reglarme una nueva autoconciencia, que con el tiempo es como si se fuera cargando de pequeños momentos, fragilísimos, pero que me parecen signos enormes de su Presencia, que me quiere y me sostiene. Si pienso en la fidelidad cotidiana de una amiga a la que conocí poco antes de la pandemia, que llegó a mi hospital para un tratamiento urgente contra un tumor y que me escribe todas las mañanas para darme los buenos días y encomendarme a Jesús, cada uno desde dentro de la fatiga de su jornada, me resulta imopsible no sorprenderme lleno de gratitud ante lo que dice don Giussani en la Escuela de comunidad sobre la «preferencia humana como una sombra de la elección que lleva a cabo la libertad de Dios».

Si pienso en el descubrimiento de una comunión tal inesperada como inusual con mis colegas y enfermeros sobre el sentido último de lo que está pasando, si pienso en los últimos instantes que he compartido con personas desconocidas que han llegado a mi hospital por el coronavirus, no puedo dejar de reconocer la verdad de estas palabras de don Giussani también en la Escuela de comunidad: «Hay una relación con el Misterio que hace todas las cosas, con el Misterio hecho carne, hombre, Jesús, que es inmensamente más humana, más mía, más inmediata, más tenaz, más tierna, más inevitable que cualquier otra relación –con mi madre, con mi novia, con mi esposa o con los hijos–, que la relación que tengo con todos y con todo. En efecto, todo nace de ahí, nada se hace por sí mismo. Por eso, la persona que tengo delante de mí, sea quien sea, es y marca el camino siguiendo el cual llegaré a Cristo, al Tú del que están hechas todas las cosas; y, por consiguiente, tengo estima de ella, la respeto, la adoro, puedo adorar su rostro».

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Percibir en mí la gratitud, por la noche, cuando pienso en las barbaridades que he visto y hecho, coincide con la sorpresa de Él que ha sucedido, que no me ha abandonado y que continúa dentro de la historia, dentro de mi historia, dentro de la historia de este mundo que sufre por la pandemia del coronavirus y que solo con Él me resulta posible vivir.
Andrea, Milán