«Decir sí a todo lo que se me pide»

Cirujano en Milán, la suya no es una especialidad relacionada con el virus, de modo que se siente un poco “al margen” de la emergencia. Pero se pregunta: «¿cuál es mi contribución?»...

Soy cirujano y trabajo en Milán. Una mañana me sentía un poco frustrado de camino al trabajo, pensando que haría alguna endoscopia urgente y luego me aburriría durante la guardia quirúrgica sin pacientes que operar, tras verme obligado a quedarme un poco al margen de la emergencia por el coronavirus debido a mi especialidad. Iba con todas estas ideas en mi cabeza: escribiré a Dirección para ofrecer mi disponibilidad en los turnos del Covid, cosa que por otro lado ya he hecho, pasaré por las plantas por si necesitan algo, etcétera…
Luego las cosas fueron por otro lado: los pacientes de endoscopia que efectivamente necesitaban hacerse la prueba, otras dos peritonitis que operar… pero siempre volvía aquella pregunta: “¿cuál es mi contribución en esta emergencia?”. Llegado a un cierto punto, de manera inesperada, emergió con fuerza toda mi impotencia y al mismo tiempo la conciencia de que, en el fondo, yo puedo hacer muy poco aunque esté todo el día con esos enfermos.

Tuve que repasar todas las peticiones que “banalmente” debía atender, y me pregunté: «¿Y si mi contribución pasara por decir sí a todo lo que se me pide? ¿Y si hubiera otro mundo distinto al que veo superficialmente, si fuera cierto que Cristo para vencer al mundo necesita de mi sí? ¿Si mi contribución consistiera en adherirme, obedecer a lo que él me está pidiendo ahora y no perseguir lo que yo pienso?». De repente la jornada se revolucionó, empecé a hacerlo todo con una precisión y atención que hacía tiempo no tenía, porque cada cosa era un sí al Único que puede vencer en medio de esta situación, incluso a través de mi pequeño y oculto sí.

Luego empezaron a pasar cosas increíbles. Por ejemplo, me llamó un amigo de Cremona diciendo que acababan de traernos a un gran amigo suyo, intubado. Llamé a cuidados intensivos para saber cómo estaba y luego hablé con su mujer, que estaba en casa sufriendo con sus hijos. Me dio las gracias y me pidió algo (palabras textuales de ella) «extraño»: meter en la mesilla de su marido una estampita y un rosario. Le pregunté qué estampita quería y cuando me dijo que, si era posible, quería la de Enzo Piccinini, sentí un sobresalto porque, extraño pero cierto, es la única que llevo siempre en el bolsillo. Bajé y se la di al marido, para que la guardara en su mesilla, junto al pequeño rosario que llevo de llavero. A veces el Señor es irónico y quiere que nos adhiramos, que digamos un sí aunque sea un poco inconsciente antes de hacer que sucedan cosas sencillas pero, literalmente, de otro mundo.

Más tarde, leyendo la carta de Julián Carrón a la Fraternidad, se me abrió el corazón. «En este momento en el que se expande la nada, el reconocimiento de Cristo y nuestro “sí” a Él, incluso en el aislamiento en el que cada uno de nosotros podría verse obligado a estar, constituye ya hoy la contribución para la salvación de cada hombre, antes de cualquier intento legítimo de hacerse compañía, cosa que hay que buscar dentro de los límites de lo permitido. Nada es más urgente que esta autoconciencia».

Finalmente llegó mi primer turno con enfermos de coronavirus. Todos estaban mejor cualificados que yo, por lo que pensé que me encargarían de la burocracia mientras ellos atendían a los enfermos (no pueden hacerlo muchos porque hay muy pocos dispositivos de protección). Después de la experiencia anterior, me sentía realmente libre, con la certeza de que ofrecer ese tiempo no era en absoluto un menos, y estaba verdaderamente disponible hasta para dedicarme a los trámites burocráticos, aunque con un deseo enorme de lanzarme al ruedo.

Inesperadamente, nos dijeron que un paciente tenía un drenaje torácico que no funcionaba y de repente me dije: ¡me toca a mí! Era el único cirujano del turno, por lo que me pidieron que entrara yo, y así lo hice. Qué impresión. Todos en sus habitaciones, aislados, los enfermeros y yo ataviados de tal manera que no se nos reconocía ni la cara… Hice mi trabajo en 20 minutos, luego empecé a entrar en las habitaciones de los pacientes y me los encontraba allí acostados, con oxígeno, imposibilitados para levantarse, y me puse a charlar con ellos, saludarles, hacerles reír un poco… Estuve allí dentro más de cuatro horas, sin el más mínimo signo de aburrimiento, porque en aquel momento estaba solo yo allí con ellos.

No fue fácil ni alegre, pues aunque estaban en condiciones aparentemente buenas tienen una enfermedad grave, por lo que, mientras hablaba con ellos pensaba que tal vez algunos de ellos no saldrían del hospital, no volverán a ver a su marido o mujer, en algunos casos aislados en la habitación de al lado o enfrente… Ofrecí todo, su sufrimiento y nuestro sacrificio, sabiendo que el de muchos de mis colegas es mil veces mayor que el mío, para que el Señor salve sus vidas, para que en esta terrible prueba se sientan en cierto modo amados y preferidos.

Me sentí agraciado por poder estar en la trinchera, allí con ellos, y me di cuenta de que eso era todo lo que deseaba. Aparte del cumplimiento –que ya había experimentado otras veces pero nunca con esta potencia– del deseo que tenía cuando, a los dieciocho años, decidí estudiar Medicina.

Cuántos encuentros, cuántas peticiones me hicieron, de cuidados y a veces de oraciones, y ahora los llevo a todos en mi corazón. Pensaba en el día de la profesión de los Memores Domini, cuando escuché estas palabras de don Giussani, que se me quedaron en el corazón y estos días se están cumpliendo: «Tú, que profesas hoy, eres profeta. Solamente tú podrás verdadera y conscientemente desear a tus hermanos los hombres que pasan a tu lado: “Sint dies laeti placidaeque noctes”. Noctes placidae, tranquilas, en paz, no subvertidas por el veneno de la tentación porque la caída es inminente, por el tormento que produce el miedo a los acontecimientos. Dies laeti, alegres como una jornada de sol, aunque fuera fría».
Carta firmada