Giuseppe, en primer plano, durante una cena con sus amigos de Helsinki

Finlandia. Un lugar al que pueda llamar “casa”

Lleva tres años en Helsinki con su familia por motivos de trabajo. Giuseppe describe la «preferencia» que ha descubierto en su trabajo y en su vida dentro de la pequeña comunidad local del movimiento. Y cuánto necesita la compañía de la Iglesia

Mi mujer y yo vivimos en Helsinki desde hace tres años. Trabajo como ingeniero en la fábrica de una compañía italiana. Hace un año nació mi hijo Alessandro.

Este verano, mi responsable de recursos humanos me llamó para hablar conmigo sobre los factores que hacen felices a los empleados en su trabajo aquí. Me sorprendió que me lo pidiera, pues no hablamos el mismo idioma y llevo poco tiempo trabajando aquí. Me dijo que algunos compañeros le habían comentado su sorpresa por el hecho de que yo les saludara todas las mañanas, estrechándoles la mano y preguntándoles cómo están. Naturalmente, existe una diferencia cultural. La interacción física no suele ser bien recibida en Finlandia. Pero mi responsable de recursos humanos añadió: «La gente ve que te interesa saludar a cada uno personalmente. Ese breve instante en que les estrechas la mano es como un momento que reservas a cada uno de ellos». Ese comentario me sirvió para mirarme a mí mismo por un instante de manera verdadera. En efecto, es cierto que todas las mañanas me levanto deseoso de ese espacio de cinco segundos que expresa un claro gesto de preferencia por mi propia vida.

Como decía Carrón en los Ejercicios de la Fraternidad, «¿cuál es la belleza que más necesitamos? Una preferencia. Una preferencia última que todos anhelamos experimentar. Porque la preferencia es el método de todo despertar, de todo rescate, de toda generación de lo humano, del yo». Los empleados finlandeses esperan esta misma experiencia. Cuando se topan con una brizna de esa preferencia lo reconocen, hasta el punto de que lo comentan en cuanto tienen ocasión.

Existe un lugar donde yo vivo constantemente esta preferencia: la Iglesia, la compañía de la Iglesia. El semestre pasado, algunos estudiantes se pusieron en contacto con nosotros pidiéndonos ayuda porque venían a Helsinki a estudiar por un tiempo. Estábamos entusiasmados con su llegada, pues con ellos nuestra pequeña comunidad se duplicaría. Sin embargo, poco antes de su llegada, nos enteramos de que la mayoría de ellos en realidad no era del movimiento y que solo se habían puesto en contacto con nosotros para buscar un apartamento. Al principio, mi entusiasmo mermó. Pero luego me obligué a mirar con verdad estos últimos años, esa fidelidad constante del Misterio que se nos ha mostrado con hechos inesperados y nunca con lo que yo tenía en la cabeza. Doy gracias al cielo porque siempre ha sido mucho mejor. Así que al día siguiente, invitamos a dos de estos estudiantes a hacer una excursión con nuestra familia y desde entonces no se separaron de nosotros. Era impresionante ver su fidelidad a la Escuela de comunidad, incluso en época de exámenes. Una de ellas nos dijo en una asamblea: «Cuando me acogisteis, me sentí tan feliz que se me hizo evidente que quería estar con vosotros».

Ahora nos reunimos todas las semanas para la Escuela de comunidad y cenamos juntos. Nos juntamos en nuestra casa, aunque la comunidad está creciendo, porque es más fácil, ya que tenemos un niño pequeño. Sin embargo, no siempre consigo salir a tiempo del trabajo, pero al menos sí para la cena. Un lunes llegaba tarde y, al abrir la puerta de casa, me quedé impactado por lo que vi: dos jóvenes jugando con mi hijo en la alfombra, otros tres poniendo la mesa, otros dos amigos cocinando. Todos alzaron la mirada para saludarme, diciendo: «Qué bien que hayas llegado, pasa». Me recibían en mi propia casa. Era un poco extraño, pero me di cuenta de que era lo más verdadero. Estaba entrando en mi casa, hecha de cuatro paredes, mi mujer y mi hijo, pero también de estos amigos, estos pobrecillos, pobres pecadores como yo que forman la “compañía de la Iglesia”.

Ahora que nuestra amiga ha vuelto a casa, ha insistido para que conociéramos a su familia. Sus padres nos han dado las gracias por nuestra amistad con ella. Me ha sorprendido ver que les había hablado de nosotros y que, aunque su “necesidad material” ya se había visto colmada (ahora está en casa), sigue impactada por una amistad que pretende ser para toda la vida.

Para terminar, en Finlandia, mi mujer, mi hijo y yo necesitamos un lugar que podamos llamar “casa”, exactamente igual que los estudiantes que vienen de Erasmus. Y esta casa está hecha de amigos que me invitan a cenar con ellos, de sacerdotes neocatecumenales que nos han acogido en la parroquia y de una “compañía confiada” de testigos: resumiendo, de la Iglesia.
Giuseppe, Helsinki (Finlandia)