Padre Luca Bolelli

Camboya. «Llámame “hija”»

Doce años de misión a orillas del río Mekong, donde, un rostro tras otro, ha ido descubriendo que uno llega a ser él mismo solo dentro de una relación

Esta vez no escribo desde la orilla del río Mekong, sino desde el Tíber. Mis superiores me han pedido echar una mano en la sede del PIME en Italia. Y aquí estoy, en Roma, con 30 grados menos y mucha nostalgia, pero también una inmensa gratitud por los doce años que he pasado en Camboya.
No ha sido fácil dejar allí gente que se ha convertido en parte de mi familia. Nunca pensé que llegaría a quererles tanto. Recuerdo perfectamente el día que llegué a Kdol Leu. Al bajar del autobús sentía literalmente que me faltaba el aire y me preguntaba: «¡¿Pero cómo voy a vivir yo en este sitio?!». Al final, no solo he vivido allí diez años sino que he dejado allí mi corazón.

En los días previos a mi partida de Camboya, he pensado muchas veces en los padres de Kdol Leu que en estos años han tenido que dejar a sus familias para marcharse a trabajar al extranjero, a Tailandia, Malasia, Corea, constreñidos por unas condiciones económicos demasiado complicadas. A algunos les ha ido bien pero a la mayoría les ha costado mucho, muchísimo.
Recuerdo a Vannà cuando me contaba su largo viaje a pie para cruzar la frontera de Tailandia de noche, en medio del bosque. Engañado por los habituales mediadores que prometen caminos de mar y montaña, cobrando precios desorbitados y luego te dejan tirado con documentación falsa. O Liu, que al final fue arrestado y encarcelado antes de ser devuelto a Camboya aún más pobre que cuando salió. O Mol que a sus cincuenta años marchó a Corea y enfermó debido al frío, por lo que tuvo que regresar para curarse. Pensando en ellos, he sacado fuerzas para partir también yo.

En Camboya, cuando hablas con alguien, existe la costumbre de preferir, en vez del pronombre personal, el tipo de relación que existe entre los hablantes. Por eso muchos cristianos hablan conmigo, que soy su lopok (padre), cuando se refieren a sí mismos usan la palabra hijo, y yo debo hacer lo mismo con ellos, es decir, referirme a mí mismo con la palabra padre. Es un poco extraño, que al principio me causaba cierto malestar, me daba la sensación de estar subiéndome a un pedestal. Por eso prefería, al menos con los jóvenes, llamarles por su nombre, me parecía que así acortaba distancias.

Pero un día, una chica a la que he visto crecer en Kdol, me dijo: «No, padre, no me llame Meta, sino figlia». Pensando en ello, me di cuenta de que en ese caso el “nombre” no decía suficiente, o al menos no lograba expresar lo más importante: la relación. De hecho, el nombre indica nuestra individualidad, pero “hija-padre” indica una relación, y sin esta, aquella no basta. Es una verdad que todos conocemos bien. Una de las cosas más desoladoras que nos puede pasar es vivir sin relaciones significativas, no tener a nadie a quien le importemos o, peor aún, no tener a nadie que sea importante para nosotros. Tan importante como para decidir dejar la propia patria e ir a buscar fortuna al extranjero, dispuestos a aceptar los trabajos más humildes y humillantes, como hemos visto hacer a muchos padres de Kdol Leu.



Tal como hizo otro padre que recorrió cientos y cientos de kilómetros a pie, hasta llegar a Egipto, por su propio hijo. Un hijo que ni siquiera era suyo biológicamente. Me refiero a José, el padre putativo de Jesús. Un hombre que probablemente hablaba poco (en el Evangelio no dice una sola palabra), como muchos de los padres de Kdol. Diamantes en bruto. Gente sencilla que cuando tiene que dar un discurso fácilmente tropieza y cae, pero cuando va a trabajar a los arrozales es capaz de caminar durante horas en la oscuridad de la noche, a través del bosque y el barro sin dar nunca un traspié.

He aprendido mucho de ellos. Como por ejemplo de Praeng, un hombretón enorme… ¡casi como yo! Hombre fuerte de pueblo, líder indiscutible, al principio me descolocaba mucho. La suya ha sido la conversión más impresionante de estos años. Varios me confesaron el asombro que les causaba ver cómo el Evangelio le estaba cambiando: gran bebedor, colérico, arrogante, dejó de beber, de emplear la violencia, y puso su autoridad al servicio de los demás. Cuando nos despedimos, antes de irme a Italia, nos dimos un abrazo llorando como dos niños. Él también, cuando me hablaba de sí mismo, se decía hijo. Navidad, nacimiento de un niño, hijo de José e hijo de Dios, que nos enseñó a llamarlo igual que le llamaba él, no con un nombre propio sino Padre.
Padre Luca Bolelli, Kdol Leu (Camboya)