Pamela, con su marido y su hija

CESAL. «Sin mirar atrás»

Pamela nació en una zona pobre de Perú, por lo que su familia emigró a Venezuela cuando ella era pequeña. Ahora ella y su joven familia han tenido que hacer el viaje de vuelta en unas condiciones dramáticas

La historia de Pamela puede servir de paradigma de la campaña Manos a la Obra que este año la ONG CESAL ha dedicado íntegramente a tres proyectos relacionados con la crisis que vive Venezuela. El primero de ellos en Venezuela, en el colegio La Concordia de El Tocuyo y en la ciudad de Carúpano, para atender las necesidades alimentarias de las familias, especialmente de los más pequeños. El segundo en España, "Mujeres que miran al futuro", con mujeres venezolanas que se han visto obligadas a salir de su país y ahora tienen que labrarse un futuro solas. Y el tercero en Huachipa, uno de los barrios más pobres de Lima, en Perú, donde CESAL lleva ya muchos años trabajando y adonde han llegado numerosas familias venezolanas tras cruzar la frontera en condiciones desesperadas, como describe esta carta

Soy peruana, tengo 31 años, casada y con una hija. A los cuatro años mis padres migraron conmigo a Venezuela. Jamás creí que 27 años después se pudiera repetir la historia. Sin embargo, todo lo sucedido en Venezuela, llámese crisis humanitaria, desastre político, o lo que sea, nos hizo tomar esta decisión. Con los pasaportes en la mano y dinero de mis familiares, camuflado y bien escondido dentro de la costura de mis pantalones vaqueros, emprendimos el viaje por tierra a Huachipa, en Lima, lugar donde nací.
Los meses previos me había encargado de estudiar las diferentes rutas posibles, investigar líneas de autobuses baratas pero seguras, leer testimonios de migrantes en Facebook y preguntar sobre experiencias de algunos conocidos que ya lo habían hecho. Viajamos cinco. Metimos en las maletas todo lo que creímos indispensable y en mochilas lo necesario para el camino: agua, muda de ropa para la niña, galletas, documentos, medicinas, dinero en bolívares.

El plan era llegar hasta la frontera de Venezuela con Colombia en autobús, 18 horas de viaje. La excusa era ir a visitar a mi cuñada colombiana. La frontera está bien custodiada por militares venezolanos y colombianos. Debo confesar que cruzar la frontera, sobre todo el Puente Simón Bolívar, ha sido una de las cosas más agotadoras y aterradoras que he tenido que pasar en mi vida. A pleno día, con un sol intenso que quemaba la piel, con las maletas, empujando el carro del bebé, en un trayecto de más de un kilómetro. Me ha marcado. Caminas y te mueres de sed, te queman los pies, las maletas van arrastrándose…

Miras muchos rostros que huyen a tu lado, todos caminando sin decirse nada, pero todos sabiendo que están haciendo lo mismo. Sin mirar atrás. Una mezcla de miedo, adrenalina, dolor, esperanza y desesperanza al mismo tiempo. El sudor mezclado con las lágrimas por salir de esa manera del país que me vio crecer. Corriendo hacia lo desconocido, confiando en que Dios nos ayudará a no perder la fuerza en las piernas y en los brazos. Llegamos al otro lado y no había tiempo para llorar, tocaba sellar la entrada al país. Ocho días después llegué a Huachipa.
Pamela, Huachipa (Perú)