La capilla de la Medalla milagrosa en París

París. El verdadero “capital humano”

El reto de tener que buscar trabajo a los 55 años. Un largo camino a través de la fragilidad personal y la gracia de una compañía. El descubrimiento de cómo todo se vuelve sencillo cuando «hay Alguien que te espera»

El pasado mes de enero decidí buscar un nuevo trabajo. No sabía dónde, ni qué hacer. Era consciente de que durante doce años, desde que me nombraron director, he recibido mucho del instituto, tanto en relación con los chavales como con los profesores. No quería perder toda esa riqueza humana ni limitarme a gestionarla por el mero hecho de «conocer el oficio». Tenía el deseo de volver a invertir todo mi «capital humano» en la búsqueda de un lugar y de personas que me ofrecieran un trabajo. Así empecé a buscar una nueva ocupación a los 55 años, sabiendo que solo había trabajado en la enseñanza y que no sería una empresa fácil. Lo que he vivido ha superado todas mis expectativas e imaginación. Concretamente, he experimentado en mis carnes lo que significa una frase de Carrón en los Ejercicios de la Fraternidad: «
Es necesario que seamos conscientes del alcance de lo que ha entrado en nuestra existencia, pues en caso contrario nos veremos condenados a vivir con el miedo de que todo termine en la nada. Si Cristo no entra en las fibras de nuestro yo como consecuencia de las evidencias que cada uno de nosotros ha percibido, tendremos miedo como todos, porque “si Cristo no está presente ahora –¡ahora!–, yo no puedo amarme ahora y no puedo amarte ahora”».

Gracias a esta circunstancia dramática he vivido un auténtico camino de conversión, y a veces de Cruz. En pocos meses he recorrido más de diez mil kilómetros para presentarme en una quincena de entrevistas. Todo iba bien, llegué a entrar en lo que se llama la «short list» –2-3 candidatos– en cuatro ocasiones. Pero siempre era otro, u otra, quien resultaba elegido. Me decepcionaba, y con el paso de los meses me preguntaba cada vez más por los fundamentos de mi decisión: si estaba preparado para afrontar un periodo de desempleo, si se trataba de una decisión razonable o era fruto de mi orgullo.

Hay una cuestión mucho más profunda que el mero hecho de encontrar un puesto de trabajo y ganar un sueldo. Lo que buscaba, en el fondo, era ser amado. Puede parecer absurdo. El trabajo es un elemento importante de la vida, pero no la totalidad de la vida. Deseaba pues encontrar otro trabajo que pusiera en juego toda mi persona. Descubrí que el objeto de mi espera era más que un puesto de trabajo. Al mismo tiempo, esa larga espera hizo nacer en mí una división, y por tanto una fragilidad. Por un lado, vivía cualquier circunstancia como una promesa, como la posibilidad de que lo que esperaba se realizara. Por otro, la realidad seguía diciéndome “no”. ¿Cómo mantener viva esa esperanza que yo pensaba que era capaz de hacerme libre?

No habría sabido resistir ni vivir humanamente esos golpes sin el apoyo de la «compañía» –mi mujer, mi grupo de Fraternidad, mis amigos, especialmente los del sur de Francia–. Además, aparte de mi «alocada» decisión de dejar el trabajo sin tener una alternativa, acepté echar una mano para organizar la presentación del libro La belleza desarmada en París. Una decisión discutible, porque en ciertos momentos me encontraba dedicando más tiempo al encuentro que a la búsqueda de empleo. Realmente, resultó ser fundamental. He tenido que llegar a explicar por qué no podía presentarme a una entrevista. En vez de inventar una excusa, les hablé del evento y del contenido del libro.

A mediados de junio me hallaba ante la necesidad de elegir entre dos propuestas. Una era cerca de París, pero menos interesante; la otra, más interesante pero más lejos de la ciudad, en Aix-en-Provence. Lo que estaba en juego no era solo tomar «la decisión correcta», sino un cambio total de vida, dejar prácticamente todo lo que había construido en mis treinta años de estancia en París. Busqué pretextos externos para no tener que elegir y dejar que las circunstancias decidieran por mí. En primer lugar mi mujer, pero ella me dio libertad para elegir lo que más me interesara. Luego mis expectativas económicas, pero en ambos casos me ofrecían lo que pedía. No lograba dar un paso. Después de tantos meses, tenía delante lo que deseaba, faltaba el último paso, decir sí, y todo habría acabado. Pero no era capaz de hacerlo, estaba bloqueado porque no quería decidir partiendo solo de mí mismo.

Los días pasaban, yo tenía que dar una respuesta. Lo que más me deprimía era preguntarme cómo era posible que Cristo fuera tan abstracto en mi vida, hasta el punto de hallarme tan indeciso y confuso. Sin embargo, hacía todo lo que podía: oración, Escuela de comunidad, caritativa… pero ante una decisión como aquello, nada me sostenía.

Una tarde me dije: «¡Basta! ¡Hay que tomar una decisión!». El día anterior, una amiga de mi grupo de Fraternidad me mandó un texto de Jean Vanier, donde daba algunos consejos a un grupo de directores. El primero, ante decisiones difíciles y complejas que afectan al futuro, era «basarse en intuiciones profundas que nacen de la soledad». Jean Vanier recomendaba tomarse «una jornada de silencio». La cuestión era que solo tenía unas horas por delante, así que decidí ir a la capilla de la Medalla Milagrosa en rue du Bac, en París. Mientras iba caminando, pedí a la Virgen María que me ayudara a ver claro; no tanto para elegir mi puesto sino para mostrarme «el camino». Antes de llegar, recibí la llamada de una monja de la dirección del instituto de Aix. Le dije que no estaba seguro de aceptar su propuesta. Esperaba que me dijera que entonces le ofrecería al puesto a otro candidato pero, con voz calmada y serena, me dijo que entendía perfectamente mi dilema, que podía esperar a que yo tomara una decisión y que me acompañaba «a distancia» con su oración. Una vez más, mi intento de hacer decidir «a otros» había fracasado.

Al llegar a la capilla, yo que intentaba buscar algo de silencio y recogimiento me encontré en medio de una misa animada por un grupo de napolitanos.
«Empezamos bien», me dije. Pero al acercarme al altar, recobré una paz interior que no sentía desde hacía meses. De repente, la propuesta de Aix se hizo concreta, evidente. No sé por qué, la otra propuesta desapareció. Mi escepticismo me empujaba a dirigirme de nuevo a María preguntándole: «¿por qué Aix?». Dentro de mí, dos hechos se impusieron con claridad. El primero, la pacificadora voz de la monja que me había llamado. Ella me hizo comprender que había alguien que me esperaba. El segundo, el fragmento de un diálogo que tuve por la mañana con un amigo que me dijo: «Allí abajo tendrás una auténtica misión». Inmediatamente llamé a mi mujer. Antes de pronunciar una palabra, me dijo: «Has decidido ir a Aix». ¿Pero tú cómo lo sabes?
Más tarde, por Skype, comuniqué la decisión a mis hijos y una de ellos me dijo enseguida: «Papá, hacía años que no te oía con una voz tan alegre».
Silvio, París