Los frutos de una oración “desafiante”

Dos meses sin moverse de la cama, teniendo que depender de todos para todo. Y la pregunta a Jesús hace que se convierta en ocasión. Incluso para los compañeros de habitación, que vuelven asombrados por una serenidad que «no nace de mí»

El 11 de febrero, un accidente me provocó la fractura de casi todos los huesos de la pelvis. Me llevaron al hospital y me comunicaron que tenía que estar en cama dos meses. En mi cabeza se amontonaron de golpe todas las cosas que tenía que hacer, hasta que a la mañana siguiente vinieron a lavarme y todos mis pensamientos fueron sustituidos por un dolor enorme. Cerré los ojos y empecé a rezar un Ave María.

Seguí así varios días, intentado ser fuerte y no dejarme abatir por la situación. La noche del día más complicado lancé una oración desafiante: «Señor, te ofrezco todo esto por las personas que pasan necesidad, ¡pero tú tienes que estar a mi lado!». Acababan de trasladar a nuestra habitación a una mujer de 90 años. Se pasó toda la noche quejándose y llamando a las enfermeras. Al principio me puse muy nerviosa, pensando en Su manera tan irónica de responderme, pero luego me dije: «Está bien, veamos cómo estás a mi lado ahora». Pasé el tiempo rezando y escuchando audios que me habían enviado hasta que finalmente, sobre las cinco, me dormí agotada. A las seis nos despertó la enfermera y, al abrir los ojos, escuché cómo se quejaba la anciana… Entonces sonreí: me sentía bien, extrañamente alegre.

Tras dos semanas en el hospital, esta alegría me acompañaba, tanto que el clima en nuestra habitación era realmente bonito. Vino a verme mucha gente, mi familia, mis amigos de la Fraternidad y otros conocidos. También vinieron a visitarme dos compañeras de habitación a las que ya les habían dado el alta. Ambas me dijeron que les había llamado la atención mi manera de afrontar el dolor y la inmovilidad, y esa sonrisa que nunca había perdido. Reconozco que esa serenidad que parece que transmito no es fruto de un esfuerzo mío, sería imposible que durara mucho.

Luego me mandaron a casa, donde tenía que seguir estando e cama. Mis seres queridos han hecho turnos para cuidarme. He experimentado cómo depende en todo y para todo, pero he pasado del disgusto por ser una molestia a la gratitud por sentirme querida. No puedo dar nada a cambio, más que mi serenidad y mi oración. Esto se ha convertido en mi tarea de cada día. Cada vez me doy más cuenta de la ocasión que el Señor me ha donado para poder ir más al fondo de la relación con quien me llama o viene a verme, aunque solo sea escuchando.

Así han empezado mis “charletas” cotidianas con mi querido primo, que tiene una historia muy particular; también ha crecido mi amistad con la madre de un antiguo compañero de clase de mi hijo. Vienen a verme compañeros (doy clase de religión en un colegio de primaria) con montones de mensajes de mis alumnos y me dicen que algunos niños rezan por mí con sus padres. También en el oratorio, donde soy catequista, me acompañan rezando y haciéndome sentir su presencia de muchas maneras. Me conmueve el afecto que recibo, me siento “preferida” y deseo amar también yo así.

Miro con más atención la fatiga de los que me rodean, empezando por mi marido, que ahora tiene que hacerse cargo de todo sin mí, con horarios de trabajo de locura; mi hija que, después de casarse hace un año, ha vuelto a vivir a nuestra casa porque, al ser enfermera, quiere ocuparse de mí. Mi hermana y mi madre, que se turnan cuando mi hija tiene que ir a trabajar. La condición de inmovilidad me ha permitido mirar mejor a cada uno.

Después de más de un mes, me ingresaron en una clínica de rehabilitación. Después de unas horas allí dentro, “desafié” de nuevo a la presencia del Señor para que se manifestara en un entorno donde la edad media es de 80 años, se come a las seis de la tarde y a las 19.30h te mandan a la cama, y donde la tristeza está en los rostros de la mayoría de los residentes. Mi pregunta del primer día, «¿de qué sirve vivir así?», se transformó en esta en los días sucesivos: «¿qué me pide el Señor para que este tiempo pueda ser una riqueza para mí y para ellos?». He empezado a escucharles, les hablo de mí, les pido que me cuenten su historia. También hablo con los enfermeros y las conversaciones, con el paso del tiempo, se vuelven menos banales y las ocasiones para hablar de verdad se multiplican. He vivido la experiencia de que incluso una persona atada a su lecho puede “hacer” mucho.

Salí de la clínica llevando en el corazón a todas las personas con las que he recorrido este tramo de mi vida, que me han enseñado que no es cierto que las cosas pasan sin que nosotros podamos hacer nada. Nosotros podemos ser el signo del amor de Otro, viviendo las circunstancias con la certeza de un Destino bueno.
Antonietta, Monza