El ábside de la Catedral de París tras el incendio

Notre Dame. Estamos hechos para construir catedrales

Por un día, en el mundo no se ha hablado de otra cosa más que de una iglesia. La consternación general ha desenmascarado, no solo en los creyentes, una extraña nostalgia. Una aportación del escritor Luca Doninelli
Luca Doninelli

Durante un día entero, el pasado 16 de abril de 2019, en el mundo no se hablaba más que de una iglesia. ¿Desde hace cuánto tiempo no pasaba? Creyentes, no creyentes, gente de todas las creencias o de ninguna religión. Por un día, el mundo entero levantó la mirada, un poco consternado y, desde el principio, sin palabras, hacia las llamas que devoraban la techumbre de algo que no debía, que no podía incendiarse. Nuestra Señora de París. Contrariamente a lo que pasó en las Torres Gemelas, ella no puede no existir, nada puede sustituirla, ningún edificio se puede poner en su lugar, tampoco un espacio vacío: allí solo puede estar ella.
Poco importa si uno entra o no, pero si se derrumba Nuestra Señora de Paris, ¿qué será de nosotros? ¿Qué será de nosotros? La parte positivista que se encuentra dentro de nosotros nos tranquiliza: ya sabemos que Notre Dame resurgirá, ya se han recibido muchos donativos y muchos más llegarán. Francia, Europa, la cristiandad no pueden perder –esto es lo que he escuchado– este símbolo central, definitivo. Sin embargo, queda un poco de desasosiego, las palabras de consuelo tienen el peso que tienen: esas llamas han abierto paso a un pensamiento tal vez irracional, que quién sabe de dónde sale y llega hasta los labios para hacernos decir: lo que quieras, pero esto no.

Durante mucho tiempo hemos hablado de "el tiempo de las catedrales", haciendo referencia a una parte de la Edad Media en que se forjó la idea misma de "civilización cristiana". Ahora, de repente, descubrimos que siglos de incredulidad no han borrado ese tiempo, que ese tiempo sigue aquí de alguna forma, que bajo una capa de escepticismo y de nihilismo, y bajo las barbaries alimentadas por el rencor hacia quien nos prometió un magnífico destino , bajo un civismo desgastado, todavía arde en nosotros la nostalgia de esa época. Frente a la amarga y cínica comprobación de que ya no somos constructores de catedrales, descubrimos una mentira sutil, una sospecha se asoma: ¿será verdad que ya no lo somos?

El incendio visto desde la orilla del Sena

Lo que ha pasado en París me obliga a pensar en la relación entre el cristianismo y lo humano bajo una luz distinta de la que utiliza la cultura escéptica en la que estamos inmersos. Porque nosotros estamos inmersos hasta la medula. Esta cultura no nos dice que Dios no existe, que la fe es un sueño – estas son solo las derivas extremas. Su verdadera fortaleza está en persuadirnos de que la fe es algo que, por así decir, se solapa a lo humano. Si es así, entonces podemos decir que el hombre como tal no es constructor de catedrales, que los constructores de catedrales fueron hombres especiales, animados por una fe muy fuerte, a los que nos gusta definir como locos de Dios (poniendo el acento en “locos”, no en Dios), gente psicológicamente aguda, sin duda genial, capaz de concebir sueños enormes, desmesurados como las catedrales románicas y góticas.

Este es nuestro planteamiento. En el fondo, nosotros pensamos de esta forma. Eran gente distinta, y nos da un poco de pena no tener ya ese entusiasmo, no digamos esa fe, esa ingenua irracionalidad que animaba a aquellos hombre hasta aventurarse en semejantes obras.
Pensamos que la fe, que el cristianismo es algo que se superpone a lo humano, un plus que, por muy espléndido que sea, no existe, que no forma parte de la vida en el día a día. Primero existe la normalidad humana y luego llega algo excepcional que lleva a cabo, sin duda, muchos cambios.
Lo que nos cuesta pensar es que el cristianismo es ese algo excepcional que desvela lo humano, que representa su fundamento: algo excepcional que no se superpone, sino que está en la base, en el origen de lo humano. Nos resulta difícil pensar que nosotros mismos, cada uno de nosotros es –en la cotidianidad de cada día y de cada instante– el punto final de una acción excepcional que nos crea, que nos aleja de la nada uno a uno.

¿Y si así fuera?
Si fuera así, deberíamos decir que construir catedrales es la expresión de la naturaleza sencilla y cotidiana del hombre, tal como solo Cristo la desvela, y que no refuta nada de lo que el hombre es, al revés, lo libera, hace que por fin sea él mismo. Pensemos en la obra maestra de belleza, ciencia, conocimiento, arte, poesía, música y armonía que son las grandes catedrales. Qué pieza maestra de habilidad edificadora, de ardor imaginativo pero también matemática. Si Notre Dame no se ha derrumbado, es también gracias a la sabiduría con la que se estructuró su techumbre.
El desasosiego que ha sacudido el mundo frente a las llamas ha desenmascarado una sutil nostalgia por algo que no solo los "cristianos" o "católicos" han perdido, sino el hombre como tal. Y, el fondo de nosotros mismos, hemos percibido –como cuenta Proust– que algo subía desde la profundidad del tiempo, que ese constructor de catedrales no se había ido para siempre de nuestro corazón, porque construir catedrales es la obra esencial del hombre, haga lo que haga, vaya donde vaya, sea cual sea la dirección que tomen sus pensamientos o acciones. Porque construir catedrales es la respuesta cumplida del hombre a la conciencia plena de su existencia.