Edimburgo.

Escocia. «¿Por qué necesito a otros para vivir mi fe?»

De Portugal a Edimburgo por un Erasmus. La decepción de la Escuela de comunidad y la decisión de seguir caminando sola. Hasta que llega algo que pone en cuestión «la fortaleza que me había construido»

En el primer semestre de este curso, he tenido la oportunidad de ir de Erasmus a la Universidad de Edimburgo, en Escocia. Pensé que también podía ser una oportunidad para confirmar el camino que estoy viviendo en casa, en Portugal. Así que me fui –solo con una amiga, que por aquel entonces ni siquiera era amiga mía– a un lugar donde no conocía a nadie, un país no católico. Allí no había nadie, ni amigos, ni padres, ni tampoco la presencia discreta de una iglesia en mi calle, que me reclamase en medio de mis quehaceres para ir a misa, a la Escuela de comunidad o a rezar el rosario. No es que en Portugal me sintiera obligada a hacer estas cosas, pero al final siempre había algún amigo que me animaba, mis padres para ir a misa, y una iglesia en cada esquina. En Edimburgo estaba yo, y solo yo, que debía levantarme y seguirle.

Al llegar, ya sabía que había en la ciudad una Escuela de comunidad y lo primero que decidí fue ir allí con mi amiga. Pero no fue como yo esperaba. Todos eran mayores, algunos incluso habían acabado el doctorado, la mayoría ya estaba trabajando, estaban casados, algunos hasta tenían a sus hijos allí… Además, empezó con retraso (estuvimos veinte minutos sin hacer nada, nosotras que estábamos ya acostumbradas a la puntualidad británica). Cuando por fin íbamos a empezar, de repente un chaval sacó la guitarra y se puso a tocar los cantos previos a la Escuela. Pero no cantaba muy bien, y con un tono tan alto que hacía imposible acompañarlo. Después de todo esto, en vez de hacer la Escuela de comunidad de la manera habitual, vimos un video que no era nada del otro mundo sino más bien largo, monótono y de una calidad pésima. Yo ya sabía que las cosas podían salir así, no me impresionó ver que una Escuela de comunidad puede no ir bien, pero mi amiga sí que acabó preguntándome: «¿Por qué vienes a ver a esta gente?».

Decidí volver una segunda vez. Sin entender por qué, allí estaba. Esas personas eran demasiado diferentes a mí, su experiencia cotidiana no tenía nada que ver con la mía. Yo estaba acostumbrada a hacer la Escuela de comunidad con otros universitarios que, igual que yo, sufren por los exámenes, por los compañeros de clase, por los profesores, salen por la noche, tienen novio o novia… De pronto me encontraba en aquella sala, en un horario bastante incómodo porque tenía que volver a casa sola ya de noche, escuchando los problemas burocráticos que uno tenía con su jefe. No es que me diera igual, pero no era aquello por lo que yo iba a la Escuela de comunidad. Así que aposté por dejarlo. No lo necesitaba. Ya la retomaría cuando estuviera de vuelta en Portugal, con mis amigos.

Fue así como empezó a parecerme absurdo necesitar ayuda para reconocer la presencia de Cristo en mi vida. Creía que podía hacerlo sola perfectamente. Me decía a mí misma: no necesito que alguien me diga cómo y dónde puedo reconocer a Cristo, es un asunto entre Él y yo, ¿por qué hacen falta otros? A menudo llegaba al final de la jornada, miraba la agenda cultural de la ciudad, iba a algún evento y me decía al salir: «Ha sido muy bonito, por tanto estaba Él». Y punto.

Luego llegó algo que supuso una provocación para mi fe más violenta que las demás, y es que empecé a sentirme realmente sola, esa soledad de un corazón de piedra. Me di cuenta de que mi fortaleza para combatir con el resto del mundo estaba hecha de arena y solo era el fruto de mis cálculos. Había reducido a Dios a un esquema mental, había reducido a Jesús a mi propia medida. De modo que no era Jesús. Era una imagen que yo había pintado para pegarla en la pared de mi habitación.

Volví a la Escuela de comunidad. Vi la presunción en la que había caído al pensar que era capaz de vivir sola. También percibí en mí una debilidad y una necesidad, gracias a las cuales ya podía ir a cualquier parte. La gran cuestión es que el cristianismo sucede. Mucho más allá de un esquema, una debilidad, una necesidad, hay un acontecimiento que sucede en mi vida, un encuentro que no puedo planificar, con Jesús.

Teniendo esto presente, y estando presente, los problemas burocráticos de otro con su jefe adquieren para mí una importancia vital. Incluso he intervenido en la Escuela de comunidad (ya normalmente me bloqueo, así que imaginad en otro idioma) al escuchar los testimonios de otros que han encontrado lo mismo que he encontrado yo y muestran cómo este hecho rompe los esquemas que todos tratamos de construir para hacernos dueños de nuestra propia vida. La Escuela de comunidad es como un grupo de “víctimas del Gran destructor de proyectos”. Allí es donde nos testimoniamos, nos ayudamos, aprendemos y no enseñamos unos a otros a vivir el Nuevo Testamente, la novedad que es Cristo.
Madalena, Monte da Caparica (Portugal)