Madrid. «Estos chicos tienen las mismas exigencias que yo»

Elisabetta aceptó un empleo como coordinadora de cursos de formación profesional para jóvenes en riesgo de exclusión. Al principio no parecía el trabajo de su vida… pero nunca había sido tan feliz

Hace unos meses me mudé a Madrid, siguiendo a mi novio, que está aquí terminando el doctorado. Cuando empecé a buscar trabajo me ofrecieron un empleo como coordinadora didáctica de cursos de formación en un centro para personas en riesgo de exclusión social en el Cepi (centro de participación e integración) gestionado por la ONG CESAL. Acepté. Estando en tierra extraña, todo me iría bien, incluso trabajar con los “descartados” de la sociedad. Al menos eso era lo que yo pensaba.

El 16 de agosto de 2018 fue mi primer día de trabajo en Tetuán, uno de los barrios más desfavorecidos de Madrid. Mi jefe me pidió hacer entrevistas de selección a los jóvenes que se querían apuntar a los cursos. Ese día me encontré con chicos y chicas de Venezuela, Marruecos, República Dominicana, Nigeria, Congo, personas procedentes de lugares que yo, con mi liceo clásico y dos títulos con muy buenas notas, ni siquiera sabía que existían.

Tenía que rellenar todos los datos de cada uno, así que fui escuchando sus respectivas historias. En aquel momento empecé a ver algo que antes para mí era desconocido. Los que venían de fuera no eran solo inmigrantes, eran personas. Sé que puede parecer un tópico, pero esta conciencia lo cambia todo. Eran jóvenes con una historia, una familia, una vida, un sueño, un corazón. Eran personas, hombres y mujeres que querían vivir. Las primeras semanas me pasaba todas las noches llorando porque me sentía pequeña e impotente. Lo que más me impactaba no era el desgarrador relato de uno que había llegado debajo de un camión, escondido como un gato, o en una patera, o de los que han perdido a su padre y a su madre, o han tenido que cruzar a pie el desierto. lo que más me conmovía era la mirada valiente, llena de dignidad y humanidad, con la que contaban todo eso. No querían darme pena, de hecho lo narraban llenos de orgullo. Sus ojos estaban llenos de expectativas y esperanza.

Aquel 16 de agosto comenzó mi aventura en el lugar que se ha convertido en mi casa en España. La aventura con chavales que tienen las mismas exigencias que yo: sentirse en casa en tierra extraña, encontrar amigos, aprender bien el idioma, adaptarse a una cultura distinta… ¿acaso no son esas mis mismas necesidades? Este punto fue fundamental, porque ha cambiado mi manera de trabajar con ellos.

Mi trabajo, aparentemente, es sencillo: organizar y coordinar cinco cursos profesionales (ayudante de cocina, camarero, reparación de teléfonos móviles, jardinería y estética). Pero hay una dificultad: estos chicos son un imprevisto continuo. Uno que no viene a clase porque hoy hace mucho frío, otro porque no tiene dinero para el abono transporte, otra porque se ha quedado embarazada… Está claro que mis alumnos no son a los que estaba acostumbrada en las aulas universitarias ni en los liceos italianos. Tenemos chicos con arrestos domiciliarios que proceden de bandas latinas, centros de menores, casas de acogida para madres jóvenes, gente recién llegada a España. Y yo me siento una inútil. Pero luego sucede que uno de ellos encuentra trabajo y su alegría es algo indescriptible. Entonces me doy cuenta de que, aunque solo fuera por uno de ellos, todo este esfuerzo merece la pena. Hay días en que me paro a pensar en las heridas humanas a las que me enfrento y me dan ganas de gritar: «¿Por qué, Dios mío?». ¿Es justo que por el deseo de una vida mejor lo dejen todo y, solos, lleguen a un lugar que no es capaz de acogerlos como se debe?

Los menores viven en centros de acogida y no tienen permiso de trabajo. La fiesta de su 18º cumpleaños consiste en prepararles las maletas y dejarles en la calle. Entonces vienen a nuestro centro buscando ayuda. Es duro, porque objetivamente no puedo hacer nada por cambiar el problema de la inmigración. Sin embargo, la alegría que experimento ahora nunca la había sentido antes en mi vida. Ahora ya no sé si soy yo quien les ayuda o son ellos quienes me ayudan a mí, porque me he conocido mejor a mí misma gracias a ellos.

De una forma misteriosa y muy distinta de lo que nunca habría podido imaginarme, el Señor, a través de los ojos y el rostro de jóvenes inmigrantes de ojos grandes y llenos de esperanza, me ha cambiado y me está devolviendo a mí misma cada día más.
Elisabetta, Madrid