El grupo de amigos de Conegliano

¿Se puede vivir alegre en todas partes?

Un viaje a la pobreza de Haití para traer a casa un hijo le hizo pensar en qué consiste el ser feliz, pues «nosotros lo tenemos todo». ¿Pero es así realmente? «No basta», como le contaba Max a un grupo de amigos...

Tres días para verificar de cerca qué es la verdadera amistad cristiana. Es decir, una compañía que te reclama incesantemente al significado de ti mismo y de todas las cosas, más allá de la lejanía y de no verse todos los días. Este era esencialmente el motivo que nos movió a algunos de nosotros para organizar, durante el periodo navideño, unas pequeñas vacaciones sui generis en Conegliano con algunos amigos que habíamos conocido durante los últimos años y que, por distancia geográfica, no tenemos ocasión de ver a menudo.

El tema, podríamos decir que inesperadamente, no solo nos implicó a nosotros sino a varios amigos de Conegliano y alrededores, que se prodigaron para organizarlo todo. Ya esto fue un pequeño milagro, pues el entusiasmo superó incluso ciertas dificultades de relación que estábamos atravesando en nuestra comunidad últimamente, uniendo codo con codo, al pensar las cosas, a personas que probablemente nunca lo hubieran esperado.

Así, visitando la antigua escuela enológica, la abadía de Follina y los frescos de la Sala dei Battuti –podríamos decir que entre lo sagrado y lo profano, y tanto en uno como en otro pudimos advertir la misma Belleza–, pasamos tres intensos días de testimonios y diálogos con los que sencillamente te encontrabas compartiendo mesa.

Entre todas las conversaciones, nos impactó especialmente la de Max, un amigo de Feltre, que hacía poco que había vuelto de Haití, después de un largo galimatías –el que tantos tienen que vivir para una adopción internacional–, trayendo a casa a Rafael, su segundo hijo adoptivo. Tal vez esta fuera la explicación más sencilla y evidente del drama de la vida humana y su significado, al que una amistad verdaderamente cristiana debe llevarnos siempre.

Max contó que mientras iba hacia el aeropuerto con su mujer, Elena, y su otra hija, Lovely, de regreso a Italia, atravesando la capital de Haití, impresionado por la extrema pobreza que tenía delante, le dijo a la niña que ellos deberían ser felices: tenían electricidad, agua corriente y potable, aire acondicionado y, naturalmente, a Jesús. Pero al decir esto –como si fuese lo más obvio pero en cambio lo que menos se puede dar por descontado– sintió como un escalofrío. «¿A qué estoy realmente agradecido? ¿En qué consiste mi ser realmente, en los beneficios de nuestra civilización? ¿Y la gente de Haití sufre tanto porque para ellos la alegría es imposible? ¿Jesús basta para vivir en este mísero lugar? Además de un hijo, volví de allí con todas estas preguntas en el corazón». Y nos citó aquella intervención durante la Escuela de comunidad del 19 de diciembre donde se hablaba de dos padres recientes con los ojos y el corazón cargados de la presencia de su pequeña recién nacida cuya presencia determinaba todos sus gestos. Max terminó diciendo: «Deseo que Jesús pueda ser una presencia tan amada y real como esa niña, hasta el punto de determinar mi mirada y permitirme vivir alegre en todas partes. Hasta en Haití...».
Andrea y Claudio, Conegliano (Treviso, Italia)