Londres

Londres. «Ya tengo todo lo que hace falta para ser feliz»

La enfermedad de un hijo recién nacido. El disgusto y la rabia. Luego algo se abre paso dentro de la vida y va tomando la forma de un abrazo que, poco a poco, invade todas las circunstancias: desde el trabajo hasta la familia…

Durante los últimos meses me conmueve cada vez más la creatividad y misteriosa modalidad con que Dios trata de acercarse a mí y abrazarme a través de mis amigos, el trabajo y las cosas de todos los días. Incluso a través de momentos dolorosos. Cada vez me doy más cuenta de que ya lo tengo todo para ser feliz. Cristo se vale realmente de todo, sobre todo de mi incapacidad.

El ejemplo más evidente ha sido el nacimiento de nuestro último hijo. A las pocas semanas notamos que tenía unas extrañas manchas por el cuerpo. Al principio ningún pediatra lograba averiguar a qué se debía y empezamos a preocuparnos. El primer momento de conversión, en medio de todo esto, fue su bautismo, que fue la ocasión de reconocer que nuestro hijo, nosotros mismos y todas nuestras preguntas ya habían sido abrazadas. Ha sido una circunstancia muy real y conmovedora que hemos vivido con la familia, los amigos y también con monseñor John Wilson, obispo auxiliar de Londres, que se está convirtiendo en una presencia cada vez más paternal para nosotros.

Luego supimos que nuestro hijo tiene una enfermedad rara, de la que se sabe muy poco y para la que no existe ningún tratamiento. Los médicos nos dijeron que el niño podría curarse, o bien que en el curso de los años empeorara y llegara a generar malformaciones y problemas neurológicos. Mi primera reacción fue disgusto y rabia. Y empezó un diálogo complicado con el buen Dios sobre por qué estaba pasando todo esto.

Lo primero que he entendido, custodiando esta pregunta, es que misteriosamente toda la historia de nuestro hijo empezaba a tener sentido. Cuando mi mujer se enteró del embarazo, los médicos dijeron que podía tratarse de un embarazo extrauterino. Pasó una semana entrando y saliendo del hospital hasta que se confirmó que el niño estaba realmente allí. Luego, a pesar de que era el cuarto, tuvimos que esperar muchos días después de la fecha prevista para el parto. Todo lo que estaba pasando tenía que ver con la paciencia: los pasos a dar teníamos que ir descubriéndolos poco a poco.

En un periodo en que yo pensaba mucho estas cosas fuimos a una cena, seguida de una velada de cantos, organizada por algunos amigos de la comunidad. Había gente ortodoxa a la que no habíamos visto nunca, y otros cuantos desconocidos. En cambio, para nosotros fue un momento conmovedor. La belleza de los cantos y del clima que se respiraba fue uno de los signos más claros de que mi vida está siendo abrazada. Realmente la belleza puede abrir el corazón. Sentía con gran claridad como si me estuvieran preguntando: «¿Pero tú me amas? ¿Crees que tu hijo es amado y querido?». Las lágrimas de tristeza se transformaron en lágrimas de alegría.

Desde entonces hemos recorrido un misterioso camino para descubrir que mi hijo ahora está a salvo, que todo en él tiene un significado, aunque no sepamos cómo se desarrollará la enfermedad. Y he aprendido que conmigo es exactamente igual: puedo ser feliz ahora y la única posibilidad es seguir este camino y vivir este dramático diálogo, tomando en serio lo que deseo. Dramático no porque sea negativo, sino porque no siempre entiendes hacia dónde va.

Este descubrimiento ha empezado a cambiar muchas cosas en mi vida y la creatividad que me ha salido al encuentro empieza a ser cada vez más mía. Tenía una situación muy complicada con un miembro de mi equipo en el trabajo. Una chica corría un serio peligro de que la despidieran. Muchas veces iba al trabajo esperando que esta situación acabara y que todo terminara lo más rápido posible. Pero, después de lo que pasó con mi hijo y de aquella noche de cantos, empecé a mirar este problema de un modo nuevo.

Cada vez que vuelvo a casa y veo a mi hijo sonreír, empieza de nuevo este diálogo con Cristo. Cuanto más descubro los intentos infinitos con que trata de alcanzarme cada día, tanto más entiendo que lo único verdadero para mí es intentar mirarlo todo y a todos del mismo modo en que Él me mira. Ni siquiera una situación complicada con mi compañera puede borrarla, y además he empezado a ver mejor, y a descubrir en ella una fragilidad y una profunda soledad que antes no había visto. Del mismo modo, ella ha empezado a relacionarse conmigo de una manera distinta, ha empezado a trabajar mejor. Cuando le conté que la situación había mejorada, me dio las gracias porque no solo había aprendido de la situación sino que incluso había tenido la posibilidad de hablar de sí misma con alguien que la escuchaba, hasta el punto de descubrir que valía mucho más de lo que fuera capaz o no de hacer.

Termino con otro ejemplo. Un día, mi madre, mientras la ayudaba a cocinar, rompió a llorar pensando en la enfermedad de mi hijo. Me decía que es difícil verlo sonreír sin saber qué será de él y no poder hacer nada. Entonces le conté lo que estaba suponiendo para mí y mi descubrimiento de que todo en él estaba ya salvado. Tal vez es el primer diálogo de este tipo que he tenido con ella. Me conmovía ver cómo, a través de una situación dolorosa e incierta, se da ya toda una promesa de felicidad, hay ya signos de que es posible ser felices ahora. Pero este desafío se juega cada día en pequeños milagros, en el cansancio y también en los muchos “no” que le digo y que Él usa para volverme a abrazar.
Fabio, Londres