Mercadillo navideño en París

París. Una comida de Navidad arrolladora

El clima del Adviento, entre el frenesí y la mundanidad. Y del gesto de la caritativa nace la idea de cocina lasaña para los sintecho, implicando a alumnos y amigos. Hasta que sucede ese abrazo «que nadie podría haberme regalado así»

En Adviento París siempre se llena de luces de colores y guirnaldas navideñas, pero este año se añadió también el tono fluorescente de los chalecos amarillos que hizo arder las calles parisinas. Resultaba difícil sustraerse a esta fascinación, que contrastaba con los textos litúrgicos y los mensajes del papa Francisco reclamando a huir de la mundanidad, ayudándonos a vivir ese tiempo sin caer en el frenesí consumista de los grandes almacenes iluminados. Sin embargo, no me basta. Evitar la mundanidad navideña no me da la certeza de vivir el “ciento por uno”.

Esos días busqué la carta que el Papa escribió a Julián Carrón al término del Año de la Misericordia, porque algunos pasajes se me habían quedado grabados. Por ejemplo, cuando dice: «A algunos les resulta más fácil repartir todos sus bienes a los pobres que convertirse ellos mismos en pobres de Dios». Es una frase que entiendo, pero no llego a vivirla hasta el fondo.

Desde hace un año, un domingo al mes, con algunos alumnos de mi instituto –muchos de ellos musulmanes– vamos a servir una comida organizada por una asociación católica, APA (Asociación para la Amistad), en una parroquia. Es una comida un poco especial. Los invitados son gente sin domicilio fijo, con dificultades económicas o heridos por grandes dramas en su vida. Es un momento siempre significativo. Aunque la comida sea modesta, recogida de los sobrantes en las tiendas de alrededor, los chicos la hacen excepcional por su sencillez y su sonrisa al servir los platos. Los comensales se dan cuenta, y comen muy contentos.

Este año, la víspera de Navidad, hablando con mi mujer, pensamos que sería bonito preparar nosotros una “comida de navidad” para esa gente, pidiendo a los que suelen venir a servir que nos echaran una mano. Prepararíamos algo rico, igual que cuando invitamos a nuestros amigos a casa, con la misma atención y el mismo deseo de compartir la vida con ellos. En definitiva, un gesto que hiciera pensar en la Navidad como en una fiesta donde uno ya no está solo, un acontecimiento por el que nuestra vida cambia. Como decía Carrón en su artículo de El Mundo hablando de los hombres, «cualquiera que sea la situación en que se encuentren, independientemente del desafío que tengan ante sí, podrán no tener miedo, porque podrán vivirlo en Su compañía».

Animados por este deseo, se lo propusimos a nuestros respectivos alumnos. No esperábamos muchas respuestas positivas porque empezaban las vacaciones, tiempo sagrado para ellos para la diversión y para pensar en los regalos. En cambio, para nuestra sorpresa, todos a los que preguntábamos respondían mostrando su interés. Así nos juntamos con trece chavales, Heloīse, una amiga de la comunidad, y nuestra hija Eléonore.

A las nueve de la mañana nos citamos para preparar las lasañas, la salsa “boloñesa” y el comedor. Pusimos todo nuestro esfuerzo en cortar cebollas, zanahorias, apios, berenjenas… Todo tenía que estar listo para las 12.30h. E increíblemente fue así. No sé cómo. Era la primera vez que cocinábamos para 70 personas y ninguno de nosotros tenía una idea muy precisa de las dosis necesarias ni de los tiempos de preparación. Pero a pesar de nuestras dudas, todo fue saliendo sin grandes problemas. Encontramos todo el material necesario para cocinar e incluso algún que otro ingrediente olvidado a última hora. Incluso llegaron unas cajas de una fábrica de pasta artesanal italiana que nos donó una gran empresa. Era evidente que “Otro” lo estaba preparando todo con nosotros.

Después de la misa, empezaron a llegar los invitados. No sabían qué les esperaba, y la sorpresa fue enorme. Después de servir los aperitivos, los chicos empezaron a llevar los dos tipos de lasaña, vegetariana y boloñesa, explicando que ellos mismos las habían preparado y explicando los ingredientes que llevaban. Mi mujer y yo nos quedamos en la cocina y no veíamos lo que pasaba. Lo vivíamos a través del relato de los chavales que venían continuamente a buscar bandejas de lasaña. Cuando salieron las últimas, nos encontramos con un espectáculo de rostros radiantes: invitados, camareros voluntarios, miembros de la asociación… «¿Habéis hecho todo esto para mí?», oí decir. «Nunca había comido una pasta tan rica, ni en los restaurantes se come tan bien». Otros empezaron a hablarnos de sus orígenes, algunos italianos, de su infancia, de cuando preparaban la pasta por Navidad con sus madres, de los recuerdos de la abuela…

Al final, nos aplaudieron. La comida se había transformado en espectáculo. No solo nos esperaba toda esta alegría –en el fondo, solo habíamos preparado una comida y además de manera milagrosa–, sino que literalmente nos “arrolló”, exactamente igual que un regalo inesperado e inmerecido. No teníamos palabras para darles las gracias por lo que nos estaban haciendo vivir.

Fue una gran fiesta. Gracias a la comida, pudimos compartir la verdadera alegría que porta el acontecimiento de la Navidad. A la luz de esta experiencia, puedo intuir qué quiere decir el Papa en la carta a Carrón cuando afirma: «Esta pobreza es necesaria porque describe lo que de verdad tenemos en el corazón: la necesidad de Él». No sé cuántos chavales, la mitad musulmanes o no creyentes, serán conscientes de lo que allí sucedió. Pero sus rostros hablan más que las palabras o la tentación de volver inmediatamente a su smartphone para ponerse al día. El cansancio de la cocina y del madrugón un domingo de vacaciones era nada frente a la alegría incontenible que nos invadía: la certeza de Aquel que iba a nacer y que ya lo había hecho nacer todo en nosotros. Mientras los últimos invitados se iban para volver a su vida, algunos asomaban por la cocina mientras lavábamos los últimos platos para volver a darnos las gracias.

Una última imagen, la de Héloïse hablando con un señor en el patio de la parroquia. Me acerqué a saludarlo, él me reconoció y quiso darme las gracias. Intentó abrazarme con el único brazo que puede usar, apoyando su cabeza en mi espalda. Era todo lo que podía darme. Un abrazo así es un regalo que nadie podía hacerme en Navidad. Me hizo entender las palabras del Papa cuando habla de una «Iglesia pobre para los pobres». Dejarse abrazar por esta Iglesia vale mucho más de lo que yo pueda hacer y saber.
Silvio, París