La comunidad de Kdol Leu, en Camboya

Camboya. Las campanas de Pu Liu

Toques inesperados en la noche, la espera del transbordador del Mekong... El padre Luca Bolelli, misionero del PIME, propone uno de los mejores regalos de Navidad: «aprender a vivir bien el tiempo»

Kdol Leu, 20 de diciembre

Suena la campana de la iglesia y me despierto sobresaltado. ¡La misa! Debía estar realmente cansado pues ni siquiera oí el despertador, pero también tenía una extraña sensación, como si la noche hubiera sido más corta de lo normal… Miré la hora: las 3.21. Entonces me asomé al balcón y vi a Pu (“tío”) Liu, nuestro incansable guardián-campanero-manitas, tocando tranquilamente la campana. ¿Se habría vuelto a equivocar? Renuncié a cualquier intento de detenerlo para pedirle explicaciones, además el campanario está demasiado lejos y la experiencia me ha enseñado que incluso gritando a todo pulmón mi voz se perdería entre los aullidos de los perros que siempre hacen coro a la campana. Dos toques largos, uno tras otro, como siempre cuando hay misa. Esperé pacientemente el último toque, tratando de imaginar lo que estaría pasando en ese momento por la cabeza de la gente del pueblo. Y cuando por fin Pu Liu empezó a acercarse para volver a su habitación intenté preguntarle, con toda la educación posible para alguien que se siente defraudado por haber perdido unas valiosísimas horas de sueño, qué había pasado. Se quedó un poco sorprendido y, con tristeza, murmuró que probablemente uno de sus hijos, jugando con el teléfono, debía haber cambiado la hora, por enésima vez. Volví a la cama, pero con los oídos atentos esperando que llegara alguien alertado por el sonido de las campanas fuera de hora… Pero nada, silencio total.

No era la primera vez que Pu Liu, a su pesar, se ponía a tocar la campana a horas insólitas. La más simpática fue quizás el año pasado, pocos días antes del Pchum Ben, la tradicional fiesta de difuntos, que aquí, en Camboya, se prepara en las pagodas durante quince días de ritos y oraciones rigurosamente desde antes del alba (cuando se cree que los espíritus de los difuntos más atormentados vagan por la tierra en busca de algo de paz). Nosotros también, como Iglesia católica, nos unimos a esta fiesta adelantándonos al Pchum Ben con la conmemoración de los difuntos el 2 de noviembre y también nosotros, aquí en Kdol Leu, nos reunimos todas las mañanas a las 4.30h, cuando todavía está oscuro, para la misa o para un momento sencillo de oración cuando yo no puedo estar. El toque de campanas en cuestión tuvo lugar justo un día en que el que suscribe no estaba, pero me lo contaron. «Padre, llegamos todos a la iglesia como de costumbre, hicimos las oraciones como siempre, pero luego, al salir, nos quedamos asombrados: seguía estando totalmente oscuro. Entonces uno de nosotros miró el reloj… ¡apenas eran las cuatro de la madrugada! ¡Nadie se había dado cuenta de que Pu Liu había tocado las campanas una hora antes de tiempo! Nos echamos a reír y volvimos a casa».

Que nadie hubiera mirado la hora (ni que luego la tomara con el pobre Pu Liu) no debe ser motivo de sorpresa. Aquí vivimos en un contexto rural y el tiempo va marcado por el movimiento del sol más que por las agujas del reloj. De hecho, los arrozales no siguen el ritmo frenético de las horas sino el más lento de las estaciones. Nadie tiene que ir corriendo a la oficina o a tomar el tren, como mucho el transbordador. Y ese tampoco tiene horarios y parte, más o menos, cuando está lleno (y a veces hay que esperar hasta un par de horas antes de poder cruzar el río). Por aquí se cuentan como mucho las horas, los minutos y segundos son una nimiedad. Lo confirmé un día con la cocinera de la guardería, cuando le hice notar, con un toque de ironía, que no eran las cinco como habíamos quedado sino ya casi las seis, y cándidamente me respondió: «Padre, los minutos no se miran, se miran las horas».

A veces, esperando para atravesar el Mekong, contemplo el transbordador, detenido ahí durante horas, relajado como un gran hipopótamo a remojo en el río, y pienso en las carreras que he visto en el metro de Milán: gente dispuesta a quedar aplastada por las puertas del vagón con tal de no perder esos tres minutos y medio que tarda en llegar el siguiente tren. Me pregunto si estamos en dos planetas distintos. ¿Es posible que el tiempo tenga un valor tan distinto según te encuentres en la parada de metro de Garibaldi o en el muelle del transbordador de Stung Trong?

Pero para ser sinceros, también aquí, a orillas del Mekong, basta poco para dejarse llevar por el frenesí del tiempo. Bastó con que asfaltaran la calle para que todos nos convirtiéramos en pequeños “Valentino Rossi” (con un tristísimo aumento de los accidentes). Bastó con que llegara el 3G, y ahora el 4G, para querer probar la emoción de viajar a la velocidad de la luz dando la vuelta al mundo virtual. Existe por tanto en algún rincón del corazón del hombre, sea cual sea la latitud del mundo en la que se encuentre, una cierta ansia que, en cuanto tiene la posibilidad, no se lo piensa dos veces y se pone a correr, al galope de un smartphone o un scooter. El corazón, lo sabemos, necesita ser educado, también para aprender a vivir bien el tiempo.

Ayudarnos a vivir bien el tiempo sería uno de los mejores regalos que podríamos hacernos en Navidad. Y a propósito de la Navidad, me llama la atención esa expresión de la Escritura que nos dice que Jesús nació en la «plenitud de los tiempos» (Gálatas 4,4). ¡Los tiempos ya eran plenos hace 2018 años! Plenos no porque el hombre llenaran sus jornadas de mil compromisos, sino porque habían llegado a su plenitud, preñados como el vientre de una mujer, María. Por fin había madurado el tiempo para que la humanidad estuviera dispuesta a acoger al Señor del Tiempo. Milenios de historia, durante los cuales ese mismo Señor, con la paciencia de un campesino, había trabajado tenazmente el corazón del hombre para que llegara a su maduración.

El tiempo, por tanto, ha llegado a su plenitud. Así volvieron a anunciarlo este año, la noche de Navidad, los toques de nuestra campana. ¡Feliz Navidad a todos!
padre Luca Bolelli