Enfrentamientos durante las manifestaciones de los chalecos amarillos

París. Los chalecos amarillos y la «esperanza dentro de mí»

La protesta empezó por el encarecimiento del combustible y la presión fiscal, el Gobierno hizo oídos sordos y ahora la espiral de violencia afecta a todo el país. «Pero su grito es como el mío, ¿quién podrá tomarlo en serio?»

Ante los acontecimientos que están teniendo lugar en París, siento mucha confusión y tristeza. Es difícil identificar qué es lo que verdaderamente está en juego en este momento, entre las reivindicaciones de los manifestantes y los posicionamientos del Gobierno. El clima de inseguridad y destrucción ha generado una espiral de violencia que se enroca en sí misma, sin posibilidad de detenerse ni de encontrar una vía de salida. Me pregunto cómo hemos podido llegar a una situación de tal bloqueo. Tan absurda por el rumbo que ha tomado.

París no ha visto sus calles tan bloqueadas como la mayor parte de las regiones de Francia, pero ha sido escenario de un saqueo cuyas imágenes describen parcialmente lo que está pasando. Solo me he encontrado con manifestantes ocasionalmente. Desde hace un mes, en televisión se suceden las entrevistas con la gente en los lugares de la protesta. Al principio, su revuelta era contra una injusticia social: el encarecimiento del combustible, la presión fiscal, la indiferencia del Estado frente a las necesidades de sus ciudadanos. La exasperación comenzó cuando el “poder” hizo oídos sordos, como si fueran protestas delirantes. En cambio, son personas que expresan una necesidad que en el fondo es justa. Escuchándoles, se hace evidente su profunda herida porque no les reconozcan.

Me parece que este se ha convertido en el punto central. De hecho, el Gobierno ha empezado a satisfacer las exigencias económicas iniciales. Pero ahora ya no basta. Nada basta ya. ¿Por qué van a contentarse? Ni siquiera las eventuales dimisiones del primer ministro o del presidente Macron, elegidos como chivos expiatorios, podrían aplacar este caos. O todo, o la revolución. Ya ni siquiera queda espacio para hablar, para buscar una solución plausible. Son gritos contra el silencio.

El “poder” ha elegido el silencio frente al griterío rabioso, cada vez más exasperante y violento. Pero es sobrecogedor escuchar el testimonio de los manifestantes. En el fondo de su grito, parece resonar en la multitud aquel de Brand, el héroe trágico de la obra homónima de Henrik Ibsen. Buscan y piden una “salvación”, aunque solo sea económica. Pero ya no saben a quién gritar, ya no tienen un lugar desde el que gritar su rabia. Por eso se han echado a las calles, a las rotondas, a las carreteras… Esperando que alguien acuda a su encuentro. Alguien que les indique el camino, que les diga cómo salir de este torbellino y que tome en serio lo que están diciendo y viviendo.

Me reconozco perfectamente en su grito. Yo tengo la misma necesidad. ¿Quién puede reconocer realmente la dignidad de mi persona en esta sociedad líquida? Me he preguntado por qué no unirme a ellos. ¿Por miedo? Yo también pago (muchos) impuestos, yo también lleno el depósito de gasolina (muy cara), yo también estoy harto de que los gobernantes me ignoren, yo también, yo también…

Sin negar la evidencia de que cada vez más gente no sabe cómo llegar a fin de mes, y me pregunto qué es lo que me permite decir, es más, gritar «yo». ¿Acaso sería más yo si pagara menos impuestos, si la gasolina fuera más barata y el gobierno más justo? ¿Qué me da la posibilidad de ser feliz, de ser libre? Hay unas palabras de don Giussani en la Jornada de apertura de curso que suenan en mí con más fuerza que los petardos de los manifestantes. «No se trata de esperanza en lo que una voz o las circunstancias podrán deciros… Se trata de una esperanza en mí y en ti… dentro de nuestra persona». Reconozco el valor que tienen estas palabras frente a las circunstancias que estoy viviendo. No hay alternativa posible. Al mismo tiempo, estas palabras me dirigen una pregunta: ¿qué tengo yo que ofrecer para poder tener esperanza en mí sin huir de la radicalidad de las circunstancias que estoy viviendo? La Escuela de comunidad de estas últimas semanas me ayuda a darme cuente de que este deseo de unidad, que puede sonar a blasfemia en este mundo, ante las fatigas cotidianas, tiene una sola esperanza posible de ser tomado en serio, un solo lugar: la Iglesia. Cuando oigo hablar a los manifestantes, pienso: «¿Cómo es posible que no conozcan la Iglesia?».

Tengo el deseo de salir a su encuentro, no para mostrarles la solución a sus problemas o a las injusticias, sino para ayudarnos a mirarlo juntos. No para entender quién tiene la razón y quién se equivoca, sino cómo podemos vivir juntos frente al desafío de estas circunstancias tan dramáticas. Mirando esta miseria humana que nos rodea, emerge la esperanza en mí como algo posible porque tengo una compañía humana que toma en serio mi humanidad, mi necesidad de ser feliz, sin reducirlo a un aspecto material. Más aún, la reclama y la educa sin tregua, para que no se detenga, para ir hasta el fondo de lo que siento como verdadero y justo. No hay otro camino posible para esperar más que recorrer la vía que he encontrado. Me hace ir mañana a trabajar, a clase con mis alumnos, a gritar que la autenticidad que deseamos existe y sigue siendo posible. Julián Carrón me ha recordado, en la Jornada de apertura de curso, que ahora, para hacer este camino, hace falta mucha «pobreza de espíritu». No basta con ponerse un chaleco amarillo. Es la memoria viva de un hombre, Jesucristo, que dio su vida para que yo pueda descubrir la mía ahora.
Silvio, París