Las voluntarias en el “control”

Voluntaria en el Meeting. Milagros en el puesto de control

Su trabajo era subir y bajar la barrera del aparcamiento. Podía ser una semana difícil, pero «la fruta de Loris, la lasaña de los napolitanos» y una pregunta que volvía cada mañana…

Cuando me dijeron que este año, como voluntaria del Meeting, me tocaba trabajar en el aparcamiento, me alegré porque me pareció un buen reto. Sin embargo, a medida que se acercaba el Meeting y recibía las primeras indicaciones, mi entusiasmo se iba apagando: nos tocaba la zona este, la reservada a los voluntarios y a la carga y descarga de mercancías, y además por la tarde, cuando más me cuesta.

Más tarde, en el encuentro con los voluntarios, supe con María, una compañera de clase que me acompaña en el Meeting, que nos habían asignado el “control”, uno de los cuatro rincones del recinto por donde deben pasar los empleados, que no son del movimiento, activando el mecanismo que levanta la barrera. Nos miramos sonriendo un poco incrédulas y nos dijimos: «¡Va a ser un Meeting difícil!», mientras nuestros amigos nos daban palmadas en la espalda. Pero esa tarde fui a hablar con una amiga que había hecho ese mismo trabajo hace dos años, y que había salido contenta. «El control es un trabajo humilde y escondido, una gran escuela de vida. Es como las agujas del Duomo de Milán: perfectamente esculpidas, pero a 80 metros de altura, donde nadie las ve. En la vida, gusta estar bajo los focos, en vez del lugar donde se le pide a uno estar, donde hace falta estar. El Meeting me necesitaba haciendo ese trabajo y yo lo hice de la mejor manera posible». Esto nos ayudó a levantar la mirada. Si para ella había sido bueno estar allí, también podía haber algo bueno para nosotras.



El primer día empezamos a “servir” allí, con gran sencillez: sonreíamos, nos levantábamos cuando llegaba alguien, saludábamos. Dos policías se pararon a charlar, un voluntario en bici nos saludó, un empleado de restauración nos preguntó nuestros nombres… El segundo día, Loris, que trabajaba en Radio María, se bajó del coche y nos trajo un puñado de ciruelas que cultiva en su casa, diciéndonos: «Os vi ayer. Esto es para vosotras». Ese gesto de gratuidad nos abrió el corazón y generó todo un mundo. Fuimos a repartirlas entre los demás voluntarios del aparcamiento, incluso se las ofrecíamos a los que entraban y salían del recinto. En sus rostros veíamos el mismo estupor que habíamos vivido nosotras. Los napolitanos de “Na Pizza” nos trajeron a cambio paninis, que compartimos con Giovanni, de limpieza, que tenía que trabajar hasta las cinco de la mañana.

Así se creó una sorprendente cadena de gratuidad. De lo que recibíamos -que siempre era más de lo que esperábamos- lo donábamos. Ese día me sorprendió que al acabar el turno ya no teníamos nada. Todo lo habíamos vuelto a dar. Y así fue en los días siguientes. La gente se paraba a hablarnos, nos conocían, se sentaban con nosotras. Loris nos traía fruta, los napolitanos lasaña, los jefes de restauración helados… En nosotras crecía una conmovida y visible alegría. Los chicos del turno siguiente, al ver nuestras caras, nos decían: «Este trabajo os hace bien, parece que solo lleváis aquí media hora».

Cada día esperábamos nuestro turno como una aventura. Yo pensaba: «Señor, ¡quién sabe cómo me saldrás hoy al encuentro! Sorpréndeme». Hasta el sacrificio de perderme ciertos encuentros se hacía más llevadero. En el encuentro de Vittadini con los voluntarios de los diversos “servicios”, un chico del turno anterior al nuestro dijo que el puesto de control era un trabajo muy monótono. Yo salté de la silla. Justo el día antes me había encontrado con don Ambrogio y cuando le pregunté “¿cómo estás?” me había respondido: «Inexorablemente bien, porque Dios no es monótono, nunca se cansa de hacer milagros». Entonces comprendí que cualquier cosa, hasta la más monótona como apretar un botón -y no creo que la vida nos ahorre la monotonía: en el estudio, en el trabajo, en las relaciones…-, si se hace por Cristo, es decir en función de una relación amorosa que nos ha conquistado y nos conquista, nos puede hacer felices. Eso es lo que mueve la historia. Y estos días ha tocado a la gente con que nos hemos encontrado.

Maria Cristina, Turín