Una intervención del CISOM

Lampedusa. «Lo que aprendí aquella noche en alta mar»

Angela es enfermera del cuerpo italiano de socorro de la Orden de Malta. Decidió ir a trabajar a la isla a la que llegan multitud de inmigrantes y se ha visto catapultada a otro mundo. Cara a cara con gente que se ve alcanzada por la ternura de Dios

En marzo me gradué en enfermería y presenté una solicitud para trabajar en el Cuerpo italiano de socorro de la Orden de Malta (CISOM). Mi trabajo consiste en intervenir en alta mar, junto a un médico y un equipo de la guardia costera. Trabajamos con inmigrantes que llegan a Lampedusa. Allí fui para esto. Siempre he tenido el deseo de vivir una experiencia así, salir a las periferias del mundo. Encontrarme y ayudar a estas personas. Desde que estoy aquí, he participado en dos intervenciones.

La primera vez nos llamaron para salir al encuentro de dos barcos en los que viajaban 29 tunecinos. Todos gozaban de buena salud, por lo que no era necesaria una intervención sanitaria. Simplemente les subimos a una lancha patrullera y les llevamos a Lampedusa. Los tunecinos no iban muy bien vestidos, además algunos habían huido de la cárcel, por lo que no eran muy tranquilos ni disciplinados. Ese viaje me despertó mucha curiosidad por estos chicos, todos jovencísimos, aunque me condicionó bastante desde el primer momento el juicio negativo que me transmitieron mis compañeros. Pero nada más toparme con su mirada, con esos rostros sonrientes que nos daban las gracias por lo poco que habíamos hecho, mi mirada cambió. Volví a recordar que yo estaba allí precisamente por ellos, que había sido llamada para estar allí, independientemente de su historia o su pasado. Al terminar el día, estaba muy contenta por haber podido atender a estas 29 personas.

La segunda intervención fue más importante. Rescatamos a 450 inmigrantes de un pesquero en plena noche. Nada más llegar, el escenario que encontramos fue bastante impactante, casi surrealista. Unos gritaban, otros levantaban los brazos para llamar nuestra atención. Me sentí catapultada a otro mundo que no tenía nada que ver con el trabajo ordinario que hice en mis años de carrera. Me sentí muy pequeña frente a la desesperación de esa gente, y lo único que hice fue pedir y abandonarme.

De esa experiencia me han quedado grabados ciertos rostros, como el de una niña de pocos meses que pusieron en mis brazos mientras buscaban a su madre. O el de un niño que consolaba a su madre, dolorida y herida. O el de otros que daban las gracias por la ayuda recibida. En sus ojos se leía la desesperación. Lo único que podía hacer era acogerlos para que vieran que no estaban solos.

No puedo decir otra cosa ni dar grandes juicios ni añadir palabras. Lo que me queda es la impresión de esos rostros y de una humanidad palpable que he tenido la suerte de percibir haciendo mi trabajo. Creo que verdaderamente estas personas, a través de nuestra ayuda, son alcanzadas por la ternura de Dios. Por una caricia suya que se concreta en el hecho de ser literalmente salvados. Es la misma conciencia que deseo para mí toda mi vida.
Angela, Palermo