Chioggia

Esas palabras en la puerta de clase

Una mujer guapa, siempre elegante y atenta, llama la atención de la profesora, que esa mañana la “ve” por primera vez. Bastan unas palabras para «ayudarme a no colmar de vacío las relaciones»

Ocho de la mañana. Los niños entran ordenadamente, colocan la mesa. Saludos somnolientos y murmurados en voz baja. Algunos se tropiezan con las patas de las sillas. Poco a poco, la clase se va llenando, las mesas se van ocupando llenando espacios vacíos como en una partida de solitario matutino. Cada uno en su sitio, en el sitio correcto.

Ella es madre trabajadora. Una mujer guapa y con mucho glamour. La típica mujer que a las ocho de la mañana ya está perfectamente arreglada. Siempre me ha dado envidia, yo que llego al colegio poniéndome los pendientes en la sala de la impresora, mientras imprimo el material que necesito ese día. Ella es muy amable, siempre. Nunca expresa si está apurada. Acompaña a su hija, cada mañana se despide de ella con atención y con mimo. Si nos cruzamos por el pasillo siempre tiene una palabra, comentamos algo, siempre me saluda. Solo cuando está fuera, acelera el paso.

Es una viajera en serie. En cuanto se lo permite el calendario, ella y su marido toman un avión. Su hija siempre va con ellos. Son viajes de todo tipo. A Italia, pero también a capitales europeas y a destinos ultramar. La niña cuenta siempre sus visitas a lugares preciosos, interesantes también desde un punto de vista cultural. Ella es una madre discreta. Vigila desde lejos. Da indicaciones y consejos a su hija sin invadir el espacio de la clase. A veces, raramente, se queda más tiempo para la oración de la mañana. Al fondo del pasillo, para no distraer a nadie de lo que está pasando. Luego sale. Siempre la he mirado con curiosidad, yo que, ruidosa como soy, no consigo hacer nada sin molestar a los demás.

Nuestro lugar de encuentro suele ser en el umbral de la puerta. Yo dentro dirigiendo el tráfico de mochilas y peticiones, ella en el umbral de ese espacio que reconoce que no es de su competencia.

Esa mañana me indica que quiere decirme algo. Me acerco a la jamba de la puerta, aplastándome para dejar pasar la enésima mochila de ruedas cargada de libros. «Buenos días, quería decirle que a lo mejor, aprovechando la fiesta de los Santos, nos tomamos el puente aunque no sean vacaciones. ¿Es un problema si falta a clase? ¿Hay actividades importantes, exámenes que no pueda perder?». Su tono es serio, verdaderamente interesado. «¡No, tranquila! No tenemos nada “imperdible” esos días. Ya sabíamos que algunos iban a faltar a clase y no hemos puesto ningún examen ni temas nuevos». Luego, para hacerme mal y empezar el día con un chute de envidia: «¿A qué sitio chulo vais?». Es un instante. Un instante en el umbral de la puerta de mi clase. Un instante como tantos otros con ella las mañanas anteriores. Un instante, un cruce de miradas, pero cambia mi jornada. «Vamos a ver a la Virgen. Mi marido no consigue recuperarse de una profunda tristeza que le invade y yo tengo a un ser querido enfermo. Vamos porque lo necesitamos. Por nosotros».

Es un instante, pero sus ojos maquillados se humedecen y la voz se le rompe, allí en el umbral de mi clase, y me permiten “verla” por primera vez. «Lo siento, no lo sabía. ¡Que tengáis un buen viaje!». Sin embargo, ya no me conformo con estas palabras circunstanciales. Apoyo la mano en su hombro y la miro a los ojos. «Estoy convencida de que la Virgen te escuchará. Tal vez no concediéndote la curación que justamente pides, pero dándote la fuerza para sobrellevar esta fatiga. Que tengas un buen viaje y acuérdate de mí delante de Ella. Yo desde aquí rezaré por vosotros». La máscara ya no puede contener una lagrima que cae. «Gracias. Necesitaba escuchar a alguien que me dijese palabras verdaderas. Ya estoy harta de frases hechas y vacías». Me da un abrazo y yo huelo su perfume. Perfume que se me queda pegado todo el día y me aleja de la tentación, siempre al acecho, de colmar de vacío las relaciones.

Monica, Chioggia