El aguijón del imprevisto

En la Casa de San Antonio suceden muchas cosas, y muy seguidas. Aún no te has recuperado de una cuando ya te está sobrepasando la siguiente

«Nuestro pecado es haber perdido la capacidad de asombro», insistía Ignacio Carbajosa durante el pasado retiro de Cuaresma. Una afirmación, cuando menos, desconcertante, que ha invadido mi espacio de confort obligándome a medirme con ella, para terminar aceptando que no tengo más remedio que reconocerla como habitual en mi vida.

En la Casa de San Antonio suceden muchas cosas, y muy seguidas. Aún no te has recuperado de una cuando ya te está sobrepasando la siguiente. Lo extraordinario es tan cotidiano que, con demasiada frecuencia, me descubro en esa actitud tibia en la que le vas apartando la belleza a lo que sucede, para dejarlo en un simple dato. Así vas acumulando todas las experiencias en el triste baúl de lo mediocre. Es como si estuvieras empeñado en matarle el nervio a la realidad, justificándote en un lacónico “veamos cuánto dura”. Tras el que te refugias para dejar que las cosas pasen sin inmutarte, no sea que los hechos terminen provocándote y perturben el cómodo sopor en el que se va moviendo tu vida.

¡Pero el Señor acude al rescate! Y consigue que el aguijón del imprevisto se te introduzca hasta el tuétano, inoculándote el “veneno” de la pasión por lo bello y haciéndote saltar de ese sillón de orejas en el que quieres permanecer acurrucado sin que nadie te moleste.

Hace unos días, este aguijón me provocó una descarga –de cuya sacudida aún no me he recuperado– al leer un mensaje que me enviaba una amiga, que es profesora de psicología en una universidad del centro de Italia. Me decía: «Hoy me ha sucedido una cosa maravillosa. Como premisa te recuerdo que hace un par de años intenté enviarte a una de mis alumnas, con una beca de estudio Erasmus, para que hiciera un período de aprendizaje en la Casa de San Antonio. La chica no acreditó los requerimientos necesarios y no consiguió la beca, por lo que no se pudo concretar su estancia con vosotros. El hecho es que hoy, esta chica me ha venido a pedir que le dirija su tesis y me ha contado que durante estos dos años ha seguido, a través de internet, las actividades de la Casa de San Antonio, y que el pasado verano se puso a trabajar y ha ahorrado todo lo que ha ganado para ir a Fuenlabrada a vivir de cerca la experiencia y poder contar en su tesis ¡cómo es posible devolver la esperanza a estas personas! La cosa está tan avanzada que ya ha localizado un posible apartamento para alquilar. Yo le he preguntado: ¿obviamente, en Madrid? Y ella me responde: ¡¡¡No!!! En Fuenlabrada, muy cerca de las casas. No sé que decir –terminaba mi amiga– ¡estoy llena de estupor!».

Es dramáticamente habitual que tenga que venir alguien de lejos a mostrarte la belleza de lo que vives. ¿Cómo puede ser esto? Te cabreas y escarbas hasta descubrir que esto sucede gracias a que tú haces un esfuerzo ímprobo para que suceda, es decir, ¡te empeñas en negar lo que tienes delante de tus narices!
Le respondo a mi amiga: «Querida amiga, perdona la tardanza en responderte, pero si tú estás llena de estupor, yo estoy felizmente derrotado por tu testimonio».

Ángel Misut