«Te dan ganas de amar»

El «sí» de Pedro en un largo pero conmovedor turno de una matrona

Aquel «sí» de Pedro, pronunciado como respuesta a la pregunta de Jesús: «¿me amas?», relatado por don Giussani, siempre me ha impactado especialmente. Después de haberlo vuelto a leer en el cuaderno de los últimos Ejercicios de la Fraternidad, he descubierto dos posturas humanas posibles que se comprenden en ese «sí». Primera postura: Pedro se descubre amado, querido más allá de sus méritos. Segunda: convencido de este Amor por su propia vida, nace dentro de Pedro su «sí, Cristo, yo te amo», y le sigue, le imita, lo lleva consigo en cada aventura, en cada abrazo, cada vez que sale de pesca. Dos posturas que yo he reconocido en mí misma, en mi trabajo en el hospital.

Primera postura. Eres amada. Llego al trabajo deseosa de meter mis manos en la masa de la vida. La coordinadora me mira: «Lucy, ve al quirófano, de prisa». Entro y ni siquiera conozco la historia de la paciente, pero me basta lo que veo en sus ojos. Los neonatólogos acaban de rendirse en su empeño por reanimar a un hijo de 24 semanas que ha cumplido su tarea en esta tierra a los 21 minutos de vida. Margaret ignora el destino de su hijo porque le han administrado una anestesia general, todavía está en la camilla tal como la dejaron tras hacerle la cesárea. El padre está en la sala y llora, ha tenido que consentir la decisión de interrumpir la reanimación de su hijo. Un desastre. Todos corren con el corazón aplastado en esa sala tan fría.
Margaret despierta de la anestesia entre los abrazos de su esposo. Nunca antes el silencio había estado tan cargado. Ella empieza a encontrarse mal, le cuesta respirar, parece que ha sufrido una infección. Yo me encargo de ella, del papá, del pequeño. Todo el tiempo ella estuvo como ausente, pero cuando terminó mi turno y me despedí de ellos, por un instante recuperó la lucidez y me dijo: «Gracias por cómo has estado conmigo esta noche».

Segunda noche. Normalmente, después de una jornada así, la coordinadora te asigna un caso más "tranquilo", pero aquella noche me preguntó: «Lucy, ¿quieres volver con Margaret?». Tras aquellas palabras de gratitud de una madre con el corazón roto y semi-inconsciente, respondí que sí. El guión fue parecido. Oxígeno, medicación, revisión del tratamiento... no paré un momento. A las cuatro de la mañana me faltaban las fuerzas, lo había dado todo. Entonces pedí: «Jesús, te lo pido, hazme un regalo, ya no puedo dar más».
Iba corriendo por el pasillo a buscar un fármaco y me topé con una compañera que iba empujando a una mujer en silla de ruedas. «Lucy, vigila cinco minutos a esta mujer mientras busco a otra matrona». La mujer estaba de parto y en cada contracción cantaba. En un momento dado me agarró y me dijo: «Ya viene», y se puso a empujar y a cantar. Respirábamos juntas y ella reía de alegría mientras su quinto hijo nacía a la vida. Entonces le pregunté: «¿Y el papá? ¿Le llamamos?». Ella marcó el número y cuando él respondió, sin decir nada, se puso a cantar "aleluya, aleluya, aleluya". En ese momento no pude contener las lágrimas. Cristo no tardó ni diez minutos en darme mi regalo. Con el corazón rebosante de gratitud y conmoción, recibí a mi compañera que, gracias al cielo, había tardado un cuarto de hora en llegar. Luego, con esta plenitud, corrí a abrazar a Margaret.

Segunda postura. Cuando estás llena de ese amor, amas, desde dentro te nace el deseo de amar, igual que Él. Era domingo, un día largo, con poco personal. Me asignaron diez mujeres que acababan de dar a luz. Diez mujeres más diez hijos suman 20 pacientes, las matemáticas no fallan. Todo el día lo pasé corriendo literalmente para poder responder a las necesidades de cada uno. Lactancia, medicación, parámetros. Entre esas mujeres estaba Emily, la seguí en el post-operatorio después de la cesárea y a media tarde la llevé a la planta. Le dije: «Le dejo todo a mi compañera, escribo tus datos en el ordenador, vengo a darte un abrazo y luego me voy». Me puse a escribir los datos con la lista de cosas que hacer, que era más larga de lo que pensaba, y con el retraso me olvidé de ir a saludarla. Durante el turno había hecho diez kilómetros a pie durante trece horas seguidas, más una hora más para dejarlo todo cerrado. Eran las nueve de la noche, mi turno estaba más que completo, así que bajé corriendo y al llegar a la entrada principal del hospital me acordé: «¡Emily! ¡El abrazo!». Serían 20 segundos, así que me di la vuelta, subí las escaleras y entré en la habitación 12. Emily me miró sorprendida, puesto que ya estaba vestida. «Lucy, te estaba esperando». Basta decir "sí" como Pedro. Delante de Cristo, basta decir "sí".

Lucia, Londres