En Burundi, para que la vida se cumpla

«Por eso, cuando mis amigos me preguntan por qué quiero volver, la respuesta es siempre la misma: Para que mi vida se cumpla y el mundo te reconozca. Por eso quiero volver, nada menos que por eso.»

«Para que mi vida se cumpla y el mundo te reconozca». Cuando anuncié que me iba de misión, mis amigos me preguntaban el porqué de esta decisión, por qué a África, por qué a Burundi; y esta oración, que aprendí de pequeña y que recito todas las noches, siempre me ha parecido la respuesta más exhaustica y verdadera a todas sus preguntas.

Antes no era más que una pequeña intuición, pero la posibilidad de que en África pudiera tomar forma aquello por lo que yo rezaba me animó a decir «sí» a una propuesta que parecía casi una locura. Al menos en parte, esta oración se ha concretado en la extraordinaria rutina de mis jornadas en Burundi, con una sencillez y una evidencia que me dejan realmente asombrada. Ha sido sencillo descubrir y conocerme a mí misma, y ha sido evidente que todo lo que hago no se debe a mi capacidad, sino que es una gracia.

Soy muy charlatana, lo admito, y siempre he pensado que la mejor manera en que podía ayudar a mis amigos en los momentos de necesidad era ofrecer la palabra justa en el momento justo. Con mi formación en obstetricia, afiné bien esta capacidad mía, pero al llegar a África, de un día para otro me encontré siendo incapaz de hablar ya con las madres que venían porque la mayor parte de la población de Burundi habla solo y exclusivamente el kirundi, la lengua local. Este primer impacto me costó muchísimo y a menudo me preguntaba: Jesús, ¿cómo puedo dar testimonio de tu infinito amor hacia mí si ni siquiera puede preguntar a estas mujeres cómo están?

Pues bien, la respuesta no tardó en llegar de manera evidente. Pocos días después, las madres me daban un abrazo al final de la visita, me reconocían por los pasillos y le contaban a los enfermeros que la muzungu (la "blanca") les había devuelto la esperanza y la alegría. ¿Pero qué les había podido dar tan extraordinario? ¡Absolutamente nada! Simplemente las trataba, a ellas y a sus hijos, con atención, con la misma atención y el mismo amor con que me han mirado a mí desde pequeña mis padres y mis amigos, nada más. Eso era suficiente para sorprender a estas mujeres y hacer nacer en ellas gratitud y reconocimiento. Realmente es cierto que solo cuando eres mirado con amor, como la mirada de Dios sobre nosotros, puedes mirar a los demás con el mismo amor. Así le pasó a Maria Goretti.

Maria Goretti es una jovencita de 14 años, vive con su madre y con el compañero de esta en medio de la selva, en una de las colinas que rodean la ciudad de Ngozi, donde está el hospital en que yo trabajaba. La conocí cuando estaba embarazada, al final de la gestación, probablemente fruto de una violación. Después de dar a luz, vino para que viera a su niña e inmediatamente surgió una simparía entre nosotras. Empezó a sonreír, cosa que -según dice- llevaba mucho tiempo sin hacer. Para no perder la posibilidad que ella significaba para mí, el enfermero que asistió a su parto, Israël, y yo decidimos ir a verla a su casa, con la excusa de observar si la niña crecía bien. Desde el momento en que llegamos nunca dejó de sonreír y lo que más me conmovió fue ver que, mientras antes no miraba a su niña cuando lactaba, ahora la tenía en brazos y la acariciaba con un afecto verdaderamente maternal.

Para mí también ha sido necesario volver a aprender esta ternura, para no caer en la negrura del cinismo. Un día me quedé una hora más para ayudar a una madre a sacarse la leche para su pequeño, que estaba ingresado en neonatología y no tenía fuerzas para mamar solo. Al día siguiente su hijo murió. Lo primero que pensé es que todo mi esfuerzo había sido inútil, tiempo perdido. Me descubrí terriblemente cínica pero al mismo tiempo tenía delante la respuesta a mi cinismo. Estaba ahí, era evidente, tan sencilla como desarmante: Israël, que estaba a mi lado, se echó a llorar por la muerte, tan misteriosa, del pequeño. ¡Qué gracia! Qué gracia que un segundo después de descubrirme cínica, encerrada en mis reducidos pensamientos, Dios pusiera a mi lado a una persona que me devolvía la manera más grande y verdadera de mirar un hecho tan trágico, con una ternura increíble.

He experimentado el vértigo de Jesús que se hace presente en la vida cotidiana y te desvela un pedacito de la vocación a la que te llama. Después de sentir un vértigo así, no puedes hacer otra cosa, pase lo que pase, como me ha pasado a mí no solo en las circunstancias en las que me he encontrado sino también ante todo lo que he sorprendido en mí misma. Me he descubierto capaz de un cinismo inimaginable, pero inmediatamente devuelta a un modo verdadero y humano de mirar las cosas, inmediatamente perdonada.

Por eso, cuando mis amigos me preguntan por qué quiero volver, la respuesta es siempre la misma: «Para que mi vida se cumpla y el mundo te reconozca». Por eso quiero volver, nada menos que por eso.

Mariachiara, Ngozi (Burundi)