Frontera Venezuela-Colombia

Música y vida, epilepsia y muerte

Un viaje entre la frontera Venezuela y Colombia en compañía de Alejandro: la belleza de la vida y de la música pero también la pobreza y la crisis que quita a las personas amadas

Después de la angustia de atravesar la maltratada frontera terrestre entre Venezuela y Colombia, sintiéndome ya a salvo en Cúcuta, decido utilizar el tiempo de espera en el aeropuerto para narrar esta pequeña historia. En estos tres años de ida y vuelta frecuente entre los dos países, Alejandro me ha servido de gran ayuda buscándome y trayéndome a la frontera en su vehículo particular, con el cual hace de taxista de fin de semana o incluso durante los días laborables de la semana. Además de este, tiene otros dos empleos formales para poder sostener a su esposa e hijas. Uno de ellos, el más amable y de horario vespertino, es el de cantante en una notable coral. Desde niño ha estado vinculado a la música y ha cantado en corales, gracias a su talento natural y a la atención de su dedicada madre, Delfina, quien lo encaminó en la belleza de la vida y de la música. Así, Alejandro ha participado en múltiples encuentros nacionales e internacionales de coros y en varias ocasiones ha tenido la dicha de ganar premios junto a sus compañeros de coral, en reconocidos festivales internacionales realizados tanto en Europa como en América Latina. En las pocas horas que dura el viaje de la frontera a mi ciudad (o viceversa) solemos conversar y muchas veces me ha entretenido contándome esas experiencias: las competiciones en las que han participado y cómo ganaron tales premios en Argentina, otros en España, otro en México, etcétera. También cómo con el dinero de los premios que han ganado se han organizado para poder viajar al siguiente festival, careciendo irónicamente de otro tipo de apoyo económico significativo.

Uno viaja a ratos contento, mirando en el paisaje hermoso los árboles exuberantes, las colinas y los pastos verdecitos, las pocas casitas viejas aún no afeadas por la modernidad, mientras escucha estas historias musicales ajenas a la realidad de un médico, con la esperanza que da el ejemplo de la constancia y el gusto por las cosas bonitas de la vida. A ratos también se viaja preocupado, con esa sombra a las espaldas que llevamos los venezolanos en los últimos años, bien sea con el temor de encontrar dificultades para pasar la frontera o simplemente con el desasosiego que surge del comentar la inseguridad creciente, la inflación despiadada, la ausencia de justicia, el desmoronamiento de muchos logros sociales, la pérdida del poder adquisitivo y, últimamente cada vez más, la terrible escasez de alimentos y medicamentos.

Una de esas veces al año que viajé con Alejando, lo encontré con otra cara, más serio, pero en el fondo más triste. Me contó que Delfina, su madre, había muerto recientemente. Según me dijo sufría epilepsia desde hacía pocos años, sin causa aparente, y se controlaba bien con un solo medicamento indicado adecuadamente, pero había bajado la dosis por su cuenta debido a la escasez del fármaco. Desde hacía muchos meses no se encontraba el medicamento con facilidad en nuestra ciudad ni en otras ciudades cercanas, era una odisea encontrarlo. Lo habían comprado en Colombia en algunas ocasiones cuando todavía la frontera colombo-venezolana estaba abierta para todos, pero el coste era muy alto para los ingresos familiares (las diferencias de precio entre los dos países son abismales). Por tanto, a pesar de la cacería en las múltiples farmacias locales, no había suficiente fármaco para continuar a dosis plena, la enfermedad no aparentaba ser tan agresiva y parecía lógico bajar la dosis. A sus 59 años, Delfina tuvo una crisis epiléptica severa y murió en medio de la misma.

Lamenté mucho lo que me contaba, el aparente sinsentido de una muerte que podría haberse evitado si el entorno socio-económico hubiese sido solamente un poco más normal. Pero me entristeció aún más esa muerte cuando me relató la labor que su madre hacía en la comunidad. Había dedicado muchos años a infundir en los niños de su barrio (no solo en sus hijos) el gusto por la música y a formar generaciones de personas de bien, por usar las palabras de su hijo. Con los niños organizaba talleres por las tardes, les enseñaba y los llevaba de un lado a otro a participar en diversas actividades. Así fundó varias agrupaciones musicales, entre ellas los Aguinalderos de Santa Rosa, Retoñitos de Santa Rosa, Danzas Santa Rosa y Voces de Santa Rosa. También se vinculó a las actividades formativas de la parroquia católica donde residía.

Pensé que valía la pena narrar esta historia para que Delfina vuelva a cumplir una labor en la sociedad venezolana, confirmándonos a todos lo que está pasando y advirtiéndonos que puede pasarle a alguien cercano si la indolencia y la falta de soluciones a la crisis que vivimos continúa. Advirtiéndonos que los pacientes con epilepsia tienen la necesidad y el derecho de disponer de un tratamiento adecuado y completo, que el Estado debería garantizar al menos la disponibilidad de los medicamentos en el país y que en su defecto, un porcentaje de estas personas está en riesgo de morir en una crisis epiléptica. Y son vulnerables incluso aquellos seres humanos excepcionales como Delfina.


Gabriela Molina