Un encuentro casual y el sentido de la caridad

A partir de un encuentro casual con un mendigo, Francesca hace experiencia de la caridad relacionándose con él a un nivel superior, de corazón a corazón.

Era verano y estaba trabajando cuando, en la farmacia, se presentó un sin-techo. Al verlo, mis compañeras salieron pitando. Su olor era insoportable. Yo también tenía ganas de sucumbir a mi instinto. Estaba cubierto de harapos, con una barba larguísima. Solo sus ojos, profundos y penetrantes, se vislumbraban como algo distinto. Quería algo para la garganta que, obviamente, no podía pagar. Aunque la farmacia no estaba llena, le respondí que no podíamos hacer nada por él. Como máximo, miraría entre las muestras gratuitas, pero allí no había nada. No me atreví a pagarlo de mi bolsillo, por miedo a crear un precedente, ¿quién le impediría entonces sentirse en el derecho de reclamar luego lo mismo a mis colegas?

Entonces el sin-techo me señaló una caja de caramelos que estaba rota, probablemente alguien la habría abierto, y ya no se podía vender. Convencido de que esa medicina podría valer para su problema, me la pidió con insistencia. Después de explicarle concienzudamente que no eran más que caramelos y no curaban el dolor de garganta, dejé que se los llevara. Era la manera más rápida de librarme de él. Por la noche, en el tren de vuelta a casa, me asaltó el remordimiento. Una herida profunda: yo, que recojo medicamentos para los que los necesitan, había ignorado la necesidad de este hombre.

Al llegar a casa, me puse a hurgar en mi armario de medicinas. Tenía una caja de pastillas anti-inflamatorias para la garganta. Las metí en una bolsa y al día siguiente le vi en la puerta de la iglesia que hay junto a la farmacia, mendigando, cabizbajo, con una mirada llena de sospecha y rencor. Le di la caja y le pedí perdón por lo que había pasado el día anterior. Le insistí en que esta vez se trataba de pastillas para la garganta. Él, en silencio, me sonrió, levantando la cabeza y mostrando una mirada que, por fin, parecía limpia.

Al día siguiente empecé a llevarle comida. Le llevaba parte de mi almuerzo, raciones en bolsas cerradas. Le preguntaba si le gustaba y a veces aceptaba de buen grado y otras veces rechazaba alguna cosa. Poco tiempo después, me preguntó si tenía alguna crema para un dolor que sentía en las rodillas. Quedé con él al día siguiente, delante de la iglesia, a la hora habitual, y le prometí que le llevaría algo. Pero nada. No tenía nada en mi armario de medicinas, tampoco había nada en la asociación de referencia para el Banco Farmacéutico en esa zona, se habían agotado los fármacos de ese género. Ya iba a comprárselo cuando me acordé de mirar en la caja de fármacos que no se pueden vender por taras en el embalaje. Increíblemente, allí encontré un gel con la caja destrozada pero el tubo intacto. Pensé entonces que ese don en aquel momento tan oportuno tenía que venir de Otro. Yo solo era el intermediario.

Desde entonces, durante casi dos meses no supe nada de él. Luego, antes de Navidad, un día le vi de lejos. Iba mejor vestido y se había recortado la barba. Le llamé. Al verme, su rostro se iluminó. Vino corriendo a mi encuentro y hasta me besó la mano. Su sonrisa era como la de un familiar querido al que hace tiempo que no ves. En ese momento me di cuenta de que no sabía su nombre. Por primera vez me di cuenta de que siempre nos habíamos relacionado a un nivel superior, de corazón a corazón. Las formalidades habían pasado a un segundo plano.

Se llamaba Daniel, era rumano, tenía hijos en Rumanía y problemas con el alcohol. Le pedí que me acompañara hasta la farmacia y durante el trayecto me contó que en año nuevo había empezado a trabajar. Cuando llegamos a la iglesia, quise pararme para rezar una oración por él. Con ese gesto sencillo él comprendió el origen de mi gratuidad hacia él. Y también comprendió por qué no me detuve en mi primer no. Después de felicitarnos la Navidad, volvió a besarme la mano y se fue.

Y pensar que, en un primer momento, mi único pensamiento era cómo quitármelo de encima lo antes posible...

Francesca, Pisa