Sao Paulo, Brasil.

«Envidio el bien que hay en él»

Una mañana llegué temprano a la Asociación (Trabalhadores sem Terra; ndr) y me encontré con un chaval que quería hablar conmigo. Me presenté y él inmediatamente dio gracias a Dios por haberme encontrado. Me contó que un hermano suyo es miembro de la Asociación, pero que él no lo era. En la familia, son cinco hermanos, todos con problemas de salud en el riñón: uno murió, otro está con hemodiálisis y un tercero se encuentra muy grave. También me contó que él se había hecho unas pruebas y habían visto que le serviría un riñón de su mujer. Pero cuando se enteró de que también su hijo, de cinco años, tenía la misma enfermedad, ya no pudo aceptar la donación de su esposa, pues prefería que fuera para el niño.

Me contó todo esto con una gran alegría, dando continuamente gracias a Dios, incluso por haber descubierto la enfermedad: moriría joven, sí -solo tiene 31 años-, pero ya había vivido muchas cosas. Luego me dijo que necesitaba un terreno. Él vive en Bahía, pero su tratamiento es aquí, en Sao Paulo, y necesita un lugar donde vivir. Yo le dije que nosotros no vendemos terrenos, que hay que participar en las reuniones, etcétera, por lo que no podía garantizarle nada. Pero también le dije que me llamaba la atención su alegría y su certeza, que me había conmovido. Cuando iba a irse, le prometí que pensaría en qué se podía hacer.

Conmigo, en ese momento, estaban mi hermano, que no es católico, y Neide, que es espiritista y siempre tiene una explicación para todo. Mi hermano me dijo: «Quisiera tener el 10% de la fe que tiene este chico». Neide añadió que ella sería feliz con el 5%. Yo también quería mi 10%... pero no podía decirlo delante de mi hermano, pues yo soy la que siempre tiene la solución y la que lo sabe todo.

Pocos días después, viajé a Italia, pero no podía quitarme a este chico de la cabeza. Pensaba: «Dios mío, yo estoy haciendo un camino, voy a misa casi todos los días, tengo una asociación, soy una buena persona, pero no tengo lo que tiene él». No podía dejar de pensar en cómo él daba las gracias a Dios por todo, daba gracias porque su mujer podría donar su riñón a su hijo y pedía ayuda a la asociación para que, cuando muera, pueda tener una compañía que la sostenga.

Llegué a Italia y Julián Carrón habló del testimonio. Dijo que «no consiste en lo que hago sino en lo que Dios hace en mí». Todas mis preguntas sobre aquel chico y su alegría hallaron respuesta en estas palabras. El atractivo que encerraba aquel joven estaba en su certeza. Muchas veces nosotros hacemos cosas; yo, por ejemplo, llevo adelante la asociación, que es una obra enorme, pero no soy yo el testimonio, sino lo que Dios hace en mí. Podemos ser ejemplo para otros, y con eso tener la pretensión de actuar en justicia, ser profesionales válidos, buenas madres, padres modelo, dar testimonio. Conozco a mucha gente importante y rica, conozco a gente que tiene un buen matrimonio, que son buenos padres, que son inteligentes, pero no me dan ninguna envidia.

En cambio, envidio a un pobre desgraciado, enfermo, sin un riñón y sin casa: siento envidia del bien que hay en él. Entonces comprendo qué hace Dios en mí y en la gente. Pienso continuamente en él y realmente me gustaría ayudarle, pero la asociación tiene un reglamento. Quiero ayudarle no porque sea un pobre sin techo; me gustaría que fuera socio para poder verlo más a menudo.

Podemos toparnos con el rostro de Cristo y no reconocerlo. Yo vi que aquel chico era especial, que tenía algo más, pero no reconocí en él el rostro de Cristo. Mi hermano, en cambio, que no sabe nada de religión, y una espiritista notaron que aquel chaval era diferente. Yo no, y eso me ha descolocado mucho. Fue Carrón quien me ayudó, al decir: «El testimonio no consiste en mis buenas acciones, sino en lo que Dios hace en mí».

Yo necesito abrirme de par en par, para que Dios haga que vuelva a suceder el testimonio.

Cleuza Ramos