Siguiendo al violín

Partiendo de la escena final de la película "El concierto", es posible afirmar que la misión de cada uno es prolongar lo que Dios hace en mi historia –su música–, con el deseo de ofrecerlo a otros.

En la escena final de la película El concierto cada instrumento de la orquesta toca su partitura por su cuenta, además de manera desafinada y distraída [¡es una imagen fantástica de lo que es el pecado original!]... En un momento dado “entra” el violín, con una melodía desgarradora y vibrante. Los demás instrumentos se sienten como llamados por su nombre, atraídos. El violín tiene sed de reciprocidad. Los demás instrumentos lo siguen y así, insertándose en la melodía del violín, respondiéndole, cada uno toca una música de una belleza impensable, que sorprende a los propios músicos, que genera una inaudita armonía entre ellos...

En mi vida este violín, que es Nuestro Señor, nunca ha dejado de tocar y de buscarme, a veces como un trasfondo no escuchado, pero en cierto momento ha generado una admiración tal que ha hecho nacer en mí el deseo de ser parte de él, de prolongar con mi vida su belleza. Para hacerlo, el punto de partida siempre es sorprender su melodía que me llama y me busca, en cada momento con un acento distinto.
Esta imagen describe el descubrimiento de estos años: mi actuar se sostiene solo detrás y dentro del actuar de Dios, de otra manera sería algo que me deja vacío. La misión es prolongar lo que Dios hace en mi historia –su música–, con el deseo de ofrecerlo a otros. Y para poderlo ofrecer, debo redescubrirlo yo primero. Todas las veces que empiezo mis clases, por ejemplo, pido que el encuentro con los chicos se apoye en la paciencia, es decir, en la apuesta incansable que Dios ha hecho conmigo.

«Profe, ¿hacia dónde nos quiere llevar con sus clases? ¿Cuál es su objetivo?», me preguntó al comienzo del curso pasado Nicolás, entonces alumno de primero, ojos vivos, quizás sorprendido de que un cura acabara de proponerle una parte de la película El hobbit en su segunda clase de religión. De inmediato le respondí: «Que puedas descubrir tu grandeza, lo grande que eres». Comienzo este curso decidiendo volver a tomar el curso de Nicolás. Un año no bastó para comunicar a los chicos la percepción de su grandeza. A mí tampoco me bastó. En sus ojos leo deseo, como si me dijeran: «Yo te hago la guerra, pero tú, por favor, no te resignes conmigo. Porque si te resignas, soy yo quien pierdo, estoy perdido». El desafío de estos ojos moviliza, pide una paciencia que no tengo conmigo mismo, pero que me hace caer en la cuenta de que sin el silencio que acoge y custodia Su música, yo no podría tocar. Me resignaría, evitaría los desafíos que se me presentan, si no siguiera escuchando el violín. No importa quién lo toque, lo importante es que pueda escuchar su melodía.

Nuestra utilidad para el mundo es llevar esta mirada: la mirada que sabe reconocer en las circunstancias concretas el actuar de Dios. En mi experiencia, este es ya el punto central de la misión y, al mismo tiempo, lo que me sostiene en el ofrecimiento de mí mismo. Misión es estar frente a otro como se está frente al mar, en escucha, para poder acompañar las olas una por una... para secundar lo que Dios hace en el otro.
El miércoles pasado, bajando la escalera del colegio me encuentro con F. Está hundida. Mientras tomamos un café, me dice que no ve nada bello ni bueno en ella. «Qué extraño –le digo–, eres una de las personas más bellas que he conocido aquí». No miento. Ella reacciona: «Ustedes [es decir, los curas] eso se lo dicen a todos». Le agradezco por haberme tratado –tan elegantemente– de chanta. «¿Y si en cambio fuera sincero, si de verdad esta belleza la veo en ti?», le pregunto. «Entonces, quiere decir que está ciego». «¿Y si existiera una posibilidad sobre un millón de que no soy ni chanta ni ciego y esta belleza en ti está y eres tú quien no la ve, no valdría la pena verificar si efectivamente es así?».

Le ofrecí lo que el violín me ofrece constantemente a mí. En ese momento no me siguió, pero F. se quedó con una gran nostalgia y yo quiero seguir tocando también para ella. El violín suena a través de toda la realidad. ¡Cuántas veces el Señor me ha desafiado y cambiado a través de un agonizante! Su música ha atravesado el dolor y la muerte y me llama y me habla a través de ellos. Cuántas veces, después de una visita en el hospital, he vuelto a sorprenderme porque ahora, en este instante, no me doy yo este latido de mi corazón, y con más intensidad he deseado ofrecerlo, este latido que recibo ahora. La belleza que finalmente aflora en la vida de algunos después de años de camino, la resistencia de otros, así como las heridas que a unos les parecen como definitivas, a menudo me hacen recordar la frase de padre Pío cuando llegaba a verle alguien que él esperaba desde hace tiempo: «¡Cuánto me has costado, hijo!», le decía. Me llevan, en efecto, a reconocer la necesidad de que la oración y el ofrecimiento por los rostros y el pueblo que se nos confía den forma y acompañen cada paso de nuestra iniciativa misionera.

Gaudí expresa bien lo que para mí es cada vez más necesario, es decir, que respondiendo a Él que me asocia a su obra, yo llego a ser cada vez más “yo”: «Mientras construía la Sagrada Familia, la Sagrada me ha construido a mí, porque un hombre es edificado por lo que edifica».

Marco Aleo, Puente Alto (Chile)