La posibilidad de que Cristo siga cuidando a su pueblo

El relato de una voluntaria de la casa del Cottolengo del Padre Alegre, una casa de acogida de enfermas discapacitadas. Gracias a las hermanas y a los padres javerianos Cristo no deja de cuidar a su pueblo

En el barrio de Matías Mulumba, en la periferia de Buenaventura (Colombia), existe una casa en la que todo habla de Nuestro Señor. Se trata de la casa del Cottolengo del Padre Alegre. Es una casa de acogida de enfermas discapacitadas, incurables y sin recursos sociales. Allí tienen su hogar setenta niñas y mujeres, cuatro monjas que sostienen la obra (Servidoras de Jesús del Cottolengo del Padre Alegre) y muchos de los trabajadores de la casa, cuyo sueldo –al igual que todos los recursos necesarios– vienen de la Providencia.

Conocí el Cottolengo en Barcelona, haciendo la caritativa con mis amigos. Al principio colaboraba en la cocina o en las otras tareas que también hacían mis amigos, pero un día pensé que quizá les fuera útil saber que era médico –neuróloga en concreto– por si tenían alguna necesidad que yo pudiera cubrir. Y así poco a poco me convertí en la neuróloga del Cottolengo de Barcelona, y luego de Madrid. Supe de la casa de Buenaventura y en los últimos dos años he podido dedicar parte de mis vacaciones a estar allí, con ellas.

Lo que he encontrado allí es una casa llena de alegría en medio de un barrio donde sería imposible la vida para estas niñas. Todo está preparado para que ellas puedan crecer, física y humanamente. Se cuida de que estén bien vestidas, alimentadas, de que no les falte de nada. Por las mañanas tienen terapias físicas (fisioterapia, logopedia) gracias a los recursos de la casa y una incipiente colaboración de la sanidad pública. Por la tarde tienen escuela (van dos profesoras y se estimulan sobre todo las capacidades manuales). Organizan fiestas culturales, exposiciones, todo dentro de la casa, que se convierte en una verdadera propuesta para quien va a visitarlas.

En medio de todo esto, como médico una hace lo que puede. Me he encontrado allí niñas gravemente enfermas, como yo nunca había tenido. Y he sentido miedo, mucho miedo, de levantarme por la mañana y de que alguna no hubiera pasado la noche. He vivido con sorpresa cómo, con muchísimos menos medios de los que estoy habituada a utilizar, no nos ha ido mal ninguno de los dos años, y te das cuenta de que la Providencia también está a tu lado para aprovechar lo poco que tú puedes aportar. Este año llevé material adaptado (tazas y cubiertos para discapacitados) pero me di cuenta de que el valor más grande que tenían para las chicas era el hecho de que hubiera pensado en ellas, y de que lo hubiera llevado para ellas. ¡Qué contenta estaba Camila! ¡Y Luz Karina! Aquella casa es como un oasis en medio del desierto, y entiendes (porque lo has visto) que Dios entra y cambia el mundo a través de pequeños trozos de humanidad cambiado.

La disponibilidad de estas hermanas a estar allí y de los padres javerianos a acercarse todos los días a celebrar la Eucaristía hace posible que Cristo presente no deje de cuidar a su pueblo. En los últimos días que estuve allí recogimos a Cuca (el mendigo que estaba siempre en lo alto de la calle) de su casa, gravemente enfermo, abandonado por su familia. Ya se lo estaban comiendo las hormigas. Le lavamos, le pusimos ropa limpia, empezamos a darle agua y medicinas y conseguimos que recibiera la Unción de Enfermos. «¡Así ya se puede morir!», le dije a la hermana cuando le vi tranquilo y cuidado, y de verdad que ya parecía otro. Y a los pocos días murió, habiendo recibido el cuidado y el consuelo de nuestro Señor. ¿Hay algo más humano?

Le doy gracias a Dios por su presencia en este mundo, por la existencia de las misiones cristianas de la Iglesia, que ciertamente llegan a donde no llega ninguna otra estructura social y por darme la posibilidad de participar como protagonista en esta bella historia.

Inma