Manifestación por los 43 estudiantes asesinados.

El primer paso para acabar con la violencia

Cuando parece que cualquiera otra propuesta sea inútil en un país marcado por la violencia brutal, la actividad de los narcotraficantes y por jóvenes que están cada vez más atraídos por el tráfico de droga, el obispo anima a seguir nuestra tarea

Durante los dos últimos meses algunos problemas antiguos de este país han estallado literalmente. No sé qué noticias llegarán a Europa, pero voy a tratar de contaros lo que yo he conseguido entender en las diversas conversaciones que he tenido, porque aquí los periódicos escriben poquísimo al respecto.

A finales de septiembre saltó la noticia de que en Guadalajara, capital del estado de Jalisco y segunda ciudad del país, el coche de un diputado, en medio del tráfico habitual en la tangencial, había sido rodeado por otros cinco automóviles. El diputado y su asistente fueron asesinados y sus cuerpos ardieron con el coche. Dos días después, en el estado de Guerrero, le pasó lo mismo al secretario de un partido de la oposición.

El 2 de octubre, de nuevo en el estado de Guerrero, como todos los años, los universitarios organizaban una marcha para conmemorar la muerte de doscientos estudiantes por parte de la policía durante las manifestaciones de 1968. Parece que la mujer del alcalde de la ciudad de Ayotzinapa, donde empezaba la marcha, había dado la orden de impedirla porque ese mismo día estaba previsto un acto político para su futura elección como alcaldesa sustituyendo a su marido. La policía disparó a todos los estudiantes, matando a seis e hiriendo a una docena. Además, asaltó con otro grupo armado a los autobuses de los estudiantes que venían de fuera. Al acabar, faltaban 43 estudiantes “normalistas”, es decir, futuros maestros.

Durante todo este tiempo no se ha vuelto a saber de ellos.
Los periódicos decían que la policía les había entregado a narcotraficantes y algunos de estos, al ser detenidos, declararon que habían matado a 17. Un sacerdote de Guerrero dijo que les habían quemado vivos. En los alrededores de la ciudad se han encontrado muchas fosas comunes, pero de los estudiantes no se ha encontrado ni rastro hasta hace pocos días, cuando fue detenido el alcalde de Iguala, la principal ciudad de la provincia, junto a su mujer y algunos narcotraficantes, que confesaron la masacre y revelaron el río donde habían tirado los restos carbonizados de los 43 jóvenes.

Ahora se intenta identificarlos, aunque muchos padres no aceptan la idea de que hayan muerto: quieren pruebas. Han estallado muchas revueltas y manifestaciones. En Ciudad de México los estudiantes han ocupado las universidades estatales y algunas escuelas, han quemado coches y camiones junto al palacio del gobernador. Hay una orientación política en lo que ha sucedido y acusan al partido de gobierno de colusión con los narcos. Ya sabíamos que algunos estados, entre ellos Michoacàn y Guerrero, están en manos de los narcotraficantes. El gobierno local es connivente, está unido a ellos, que controlan la situación, e incluso la policía pertenece a un pueblo donde casi todos tienen familiares que colaboran con uno u otro de los diversos cárteles. Esta es una historia de décadas, no es nueva.

Los secuestros están a la orden del día, pero no son noticia. Los que corren más peligro son los jóvenes que se niegan a trabajar para los narcos. Lo que caracteriza estas muertes, sobre todo por parte de los narcotraficantes, es una brutalidad bestial. El Estado no hace nada. Solo en esta ocasión, por los 43 estudiantes, después de cuatro días el gobierno federal ha enviado a la gendarmería central para que ocupe militarmente varias ciudades.

Este hecho ha movilizado a los estudiantes de otras ciudades. También aquí, en el Distrito Federal de Ciudad de México, los chicos de las universidades estatales han organizado marchas y ocupaciones. Es importante encontrar vías pacíficas para hacer comprender al poder que el pueblo no puede aguantar más, pero por desgracia dentro de las diversas iniciativas se infiltran algunos estudiantes politizados y violentos que perjudican a todos los demás. Yo también he sentido las consecuencias de estas huelgas y marchas: en dos ocasiones no puede tomar los medios de transporte, que estaban bloqueados, y me las tuve que arreglar tardando dos horas y media en volver a casa.

En 1988 fue a ver a un obispo mexicano. Fui sola, en una especie de autobús, atravesando lugares desiertos, y llegué a una ciudad de Far West, casi fuera del mundo. Él vivía en una casa que poco tenía que ver con la curia episcopal. Hablamos de lugares dedicados a la formación profesional, sobre todo agrícola, de educación y de apoyo a los jóvenes. Cuando su secretario me acompañó hasta el hotel me dijo: «¿Ha visto por el camino todos esos camiones cargados de melones? Van a los Estados Unidos y están llenos de droga. Aquí todos lo saben, incluso la policía, que les deja hacer, por lo que las plantaciones no dejan de crecer. Esto está lleno de bancos, circula mucho dinero y los jóvenes nunca aceptarán otro trabajo. Es inútil cualquier propuesta distinta, que les cueste esfuerzo para ganar menos». Estaba en el estado de Guerrero. Desde entonces la situación se ha precipitado hasta hoy.

La comunidad del movimiento en México ha escrito un manifiesto invitando a no dejarse llevar por el desaliento, sino tratar por todos los medios posibles de vivir esta circunstancia como ocasión para la propia maduración, porque el cambio de cada uno implica el cambio del país. Un comunicado de los obispos dice: «Depende de nosotros y está a nuestro alcance erradicar toda clase de violencia desde nuestro hogar, desde donde trabajamos o estudiamos».

Leticia, Ciudad de México