Es posible dejar de mirar al otro como enemigo

A raíz de la muestra “Utopías y Significado” sobre el Bicentenario de la Independencia, Virginia escribe a un amigo sobre su descubrimiento de que «el resentimiento nos hace esclavos» y narra cómo su padre le enseñó a no odiar.

Querido Aníbal, te escribo porque leí el artículo del diario El litoral “Por la cultura del encuentro” que hace referencia a la muestra. Y sentí la necesidad de compartir con vos (porque creo que nunca lo hice) la experiencia que vivimos en mi familia durante la dictadura. Te lo voy a contar brevemente, desde mi experiencia de hija, porque la experiencia en primera persona te la tendría que contar mi papá (Daniel Acosta). Mi papá en la época del 70 seguía utopías, y fue preso durante la dictadura, yo tenía dos años cuando se lo llevaron. Mis primeros recuerdos de mi papá fueron las visitas a la cárcel. Sin embargo, a pesar de la violencia de tenerlo lejos y de verlo cada tanto solo cinco minutos, yo vivía todo esto desde mi inocencia sin entender realmente lo que pasaba, pero sí con un dolor adentro. Cuando tenía seis años mi papá volvió. La violencia que había sufrido despertó en la mente de mi papá una enfermedad terrible. La lucha con esa enfermedad hizo que mi padre descubriera a Cristo en su sufrimiento. Una vez Mario Peretti, citando al padre Aldo me dijo: «La enfermedad mental puede ser una gracia para quien tiene fe, porque es evidente (para el que la padece) que todo depende de Otro». Aun dentro de estas circunstancias tengo el recuerdo de una infancia bella. La viví tan intensamente que aún hoy recuerdo muchos momentos con exactitud y detalle. «¿Es posible un nuevo inicio tras la violencia?». ¡Sí!, es posible. Mi experiencia es mi papá, el testimonio vivo de ello. «Mi papá no me crió con odio». Recuerdo un episodio, creo que fue en 2001 ó 2002 (yo vivía en las residencias del movimiento). Iba caminando con mi papá por el parque del sur, en Santa Fe y se pone a charlar con un hombre alto. Como que lo conocía de años y lo estimara. Después de unos minutos se despiden con un apretón de manos y un abrazo. Entonces le pregunté: «¿Y este quién era?». «Este es…(no recuerdo el nombre), el juez que me metió preso», me contestó. ¡¡¿Qué?!! Pensé. «Mi papá jamás me enseñó a odiar». Pero hubo una época en que no entendí, en mi adolescencia para ser precisa, no comprendía el sentido de tanto dolor y violencia. Y me hice muchos cuestionamientos y así, siendo muy chica, descubrí que el resentimiento nos hace esclavos. Y no quise tenerlo en mi corazón. El día en que tomé conciencia de esto, de que no me enseñaron a odiar, fue en la escuela donde soy docente. Aquí en Bariloche, unos compañeros estaban tan enojados con los militares y hablaban con bronca (aunque en realidad ninguno tenía experiencia cercana en relación a este proceso). Uno de los temas que discutían era sobre el ciudadano barilochense que golpeó a Alfredo Astiz el 1° de setiembre de 1995 (fecha que se siguió celebrando y se recuerda aún hoy con orgullo en esta ciudad). Entonces, para sorpresa de todos, me paré y dije esto que te conté brevemente, y terminé serenamente diciendo: «y mi papá no me crió con odio, yo no odio».
Por eso cuando leí el artículo pensé en mi papá, en mi familia. En la gracia del encuentro. Él vive actualmente en Laguna Paiva, después de haber estado 14 años en el sur. Hasta hoy sigue peleando día a día con su enfermedad. Sigue encontrándose con algunos que estuvieron en su misma situación, incluso acompañándolos en sus enfermedades. Muchas veces vuelve afligido cuando va a visitar a alguno, por el rencor que guardan en su corazón. Hay uno que siempre se enoja con él y le reclama con bronca, pero también le pide que rece por él. Creo que lo que nos pide el Papa Francisco es posible porque lo veo en mi papá y en los amigos que encontré. Es posible reconciliarse con el pasado, es posible dejar de mirar al otro como enemigo, es preciso dejar de odiar. Hay que salir al encuentro.

Virginia, Bariloche (Argentina)