Una fila en un supermercado.

Un corazón que espera con certeza

Una carta desde Caracas: esperar como un mendigo sin saber qué viene pero con un corazón cierto de que ha encontrado a Cristo

A comienzo de febrero llegaron las manzanas al país, pareciera una tontería pero no había manzanas desde Navidad y era una de las pocas frutas que mis hijas podían comer por su alergia. Cuando me avisaron fui corriendo y contento al supermercado para comprarlas, al llegar veo que está lleno de gente y al fondo una larga cola esperando “algo”.
Es una escena común en Caracas, y en el interior de Venezuela es mucho peor. Cuando llega leche, aceite, azúcar, harina u otros productos básicos se ven largas colas de gente que se entera y viene a comprar en uno u otro supermercado.
Cuando le pregunto a la cajera qué había llegado la respuesta me dejó frío: “no lo sé, y los que esperan tampoco lo saben, están esperando a ver qué llega porque seguro les hace falta algo”.
Ya nos han quitado la libertad de elegir entre una marca u otra, hay que esperar por ciertos productos de manera cíclica, pero esperar sin saber que viene es fuerte. Igual que me contaba la señora que viene ayudarnos con la limpieza en casa mostrándome el número que le marcan en el brazo, en las tiendas de venta del gobierno en la zona popular donde vive, para controlar los productos que se lleva semanalmente. Es un mendigar para sobrevivir, es una destrucción de lo humano, porque además esa gente está sin trabajo o falta a su trabajo para esperar estos productos.

Esta situación me hizo despertar preguntas desde lo práctico hasta lo existencial. Desde cómo ayudarnos a tener lo necesario para vivir a mi familia y amigos, hasta preguntarme: ¿yo qué espero en la vida? ¿a mí qué me hace falta? Porque no tengo la clave sobre el futuro, no sé qué me va a pasar mañana, qué es lo que Cristo tiene guardado para mí y mi familia, pero tengo la certeza que cualquier circunstancia, hasta la de mayor carencia de productos y servicios es una ocasión, es una propuesta positiva para mí. Yo espero como un mendigo, sin saber qué viene, pero con un corazón cierto de que ha encontrado a Cristo y que toda la realidad habla de Él, hasta la más complicada y difícil de entender como puede ser la escasez de productos, la inflación o las 25 mil muertes violentas en 2013.

En mí, que tengo la tentación del activismo, la primera reacción no fue pensar qué voy a hacer, sino quién soy, qué me define y me permite levantarme todos los días con una hipótesis positiva de la vida. Este primer movimiento que a mucha gente que conozco y vive en este país les puede parecer filosófico o abstracto, me doy cuenta que es clave. No soy tan ingenuo como para pensar que mi esposa o mis hijas están a salvo de uno de los asesinatos que ocurren cada media hora en el país, o que les falte una medicina o alimento importante, pero al igual que en cualquier parte del mundo, tengo la certeza que el futuro no está en mis manos. Esto no ahorra momentos de molestia, indignación y el deseo obvio de que las cosas mejoren, pero abre un horizonte nuevo capaz de abrazar todo en un ambiente donde reina el lamento o la resignación.

Me doy cuenta que mientras muchos escapan del país (por motivos de mayor o menor peso) o reducen el cambio a tomar el poder político a través de proyectos que puedo compartir más o menos, para mí la experiencia cristiana que vivo es algo que cada vez más despierta mi sensibilidad frente a la realidad, aumenta mi capacidad de innovación en generar soluciones a los problemas contingentes, en proponer a amigos empresarios cómo ayudarnos, en una mayor adhesión a la realidad y deseo de conocerla hasta el fondo. Mi trabajo actual surgió hace cinco años de un diálogo con una monja de clausura y amigos que veían brillar mis ojos cuando me empeñaba en proyectos sociales, no para solucionar todos los problemas, sino para hacer un camino pleno respondiendo a cómo Dios me hizo, cómo me sigue llamando hoy a ser feliz y servir a la Iglesia. Por eso, doy gracias de tener un lugar, una comunidad que me abraza y me ayuda a ser fiel al verdadero deseo de mi corazón, a educarme y poder mirar todo y a todos a la cara.

Un corazón que espera con una certeza de un destino bueno para mi vida y de quienes Dios me ha confiado es para mí el signo más claro de lo que decía el Papa Benedicto XVI, si la inteligencia de la fe no se convierte en inteligencia de la realidad, no incide en la vida.

Carta firmada (Caracas)