Mirar al otro como un hermano

En una sociedad cada vez más individual y deshumana, nuestra tarea como hombres y cristianos es dar nuestro aporte aporte para lograr una sociedad nueva, más homogénea y donde un hombre se acerca a otro hombre y le llama hermano.

Recuerdo que en mis años de juventud, y de esto hace más de 40 años, participando en la Parroquia Nuestra Señora de las Gracias, de Villa Soldati, en una época en que no existía la tecnología actual, nos juntábamos a realizar afiches que colocábamos en los negocios o pegábamos en distintas zonas del barrio.
Uno de ellos siempre estuvo en mi memoria: «Navidad es cualquier día del año en que un hombre se acerca a otro hombre y lo llama Hermano». La sociedad argentina, y por qué no la sociedad internacional de aquellos años, parecía no estar muy lejos de cumplirla, pero hoy parece muy distante y hasta podríamos pensar que es una utopía.
Con el correr de los años nos fue ganando el egoísmo, el encerrarnos en nosotros mismos. Por distintos motivos nos fuimos erigiendo como omnipotentes, como dioses donde todo gira a nuestro alrededor y los demás existen sólo si son funcionales a nosotros.
El ahora Papa Francisco, cuando le conocíamos como Cardenal Bergoglio, contrastó el momento actual con la Argentina de otros tiempos, que «llegó a construir una sociedad con movilidad social ascendente, bastante homogénea, con derechos sociales extendidos, de pleno empleo y alto consumo, con participación política electoral casi total y activa movilización». Hoy conspira contra esa realidad, dijo, la «primacía de lo individual y sectorial por encima de todo y de todos», las visiones cortoplacistas y la irrupción de la «civilización de la imagen, que reduce la política a un espectáculo», que si bien lo hizo dentro de un contexto político, define la actualidad de nuestra sociedad en una y otra época.
Pese a que me impactó mucho aquella frase, en distintas etapas de la vida ese propósito fue pasando a segundo plano con la tranquilidad del deber cumplido, ya que en esa fresca e inocente juventud parecía que podría cumplirse por sí solo con sólo poner la frase en los afiches, y hoy debo aceptar mi parte de responsabilidad en una sociedad cada vez más deshumanizada.
A tal punto nos hemos deshumanizado, que hoy cualquier animal, especialmente los más domésticos, merece mayor compresión, cariño y amor que cualquier ser humano. Hasta aceptamos sin observación alguna que un renombrado veterinario cierre su programa televisivo con la frase «sea animal» como mensaje de «ser mejores».
Hoy cuando vemos un carro tirado por un caballo nos mueve la compasión por él y nos apena, incluso nos atrapan las notas periodísticas sobre el estado de los mismos, pero los chicos o mayores que van arriba del mismo, mal vestidos, mal alimentados, con frío, con calor, con lluvia, revolviendo incluso la basura para ver si pueden encontrar algo para comer, poco nos importa.
Cuando un perro perdido merodea nuestra casa, no dudamos en alimentarlo o darle un poco de agua, y a veces por varios días, hasta que vuelve a encontrar su camino o lo aceptamos como nuestro y cuando una persona golpea nuestra puerta pidiendo algo para comer, nos molesta y a regañadientes le damos algo que nos sobra – hasta algunas veces con desprecio – o los dejamos con las manos vacías.
Recuerdo un domingo de invierno, saliendo de la Parroquia Nuestra Señora del Huerto en la Ciudad de Santa Fe, bajo una lluvia torrencial, camino a mi casa por calle Vélez Sarsfield, pude ver sobre la ciclovía un caballo de mediano porte, parado, inmóvil y totalmente empapado, lo que me llevó a sentir pena por él siguiendolo con la vista por el espejo retrovisor.
Metros más adelante y al llegar al primer cruce, pasa un hombre con una moto, cubierto como podía con una bolsa de plástico, con una carga bien tapada en la parte de atrás, lo que me hizo presumir que era un repartidor, mojándose de arriba abajo por efecto del agua que levantaban las ruedas. Poco me impactó el hombre mojándose bajo la lluvia para cumplir con su trabajo pero sí el caballo, a quien nada le afectaba. Pasadas unas tres o cuatro cuadras algo me hizo reaccionar y fue lo que me motivó a describirlo en esta nota.

Poco a poco hemos dejado de ver a los hombres como hermanos y, más grave aún, los calificamos por su condición de vida material, por su afinidad o no con nosotros y de acuerdo a su status social, que si es inferior, merece un trato despectivo y hasta a veces despreciable y si es superior nos deshacemos en atenciones interesadas, sin importarnos en ninguno de los casos su integridad moral.
Somos partícipes por acción u omisión de la actual realidad argentina. Lo neguemos o no, formamos parte de una sociedad fragmentada, egoísta y autoritaria. Nada hemos hecho por construir una sociedad distinta, más cerca de la familia, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros de trabajo, de nuestro prójimo.
Nada se cumple por sí solo o por acción de los demás. Como hombres, pero mucho más como cristianos, se hace indispensable nuestra participación activa, comprometida, donde cada uno de nosotros hagamos nuestro aporte para lograr una sociedad nueva, menos individual, más homogénea y que pueda sentirse que es una realidad la frase del inicio: Navidad es cualquier día del año en que un hombre se acerca a otro hombre y lo llama hermano.

Ricardo R. Costante