¿Quién puede hacer que renazca una flor en el desierto?

La historia de Oksana que de Ucraina llega a Fidenza, donde hace un verdadero encuentro con Jesús gracias al cual ya no se siente sola y vuelve a ser ella misma

Nací en Ucrania, en 1976, es decir, en pleno régimen comunista. Mi padre era ucraniano, comunista; y mi madre, de origen alemán, había recibido la fe católica de su padre. Este murió cuando mi madre tenía 11 años; trabajaba en una mina de uranio y, en general, estas personas solían morir muy jóvenes.

La vida de mi madre había estado marcada desde la infancia por numerosas pruebas, pero ella mantenía despierto este deseo de vivir, de salir siempre adelante. Recuerdo que a veces salía con ella a pasear y cuando veía las gotas del agua de lluvia sobre las hojas de los árboles me decía: «¡Mira qué bonito!, ¡mira cómo brillan!». A mí aquello me parecía un poco ridículo. No obstante, incluso cuando no comprendía, había algo en ella que me fascinaba. Podía no entender pero sabía que en ella siempre había algo más. ¡Realmente mamá conservaba un gran deseo de vivir!

Entre papá y mamá existía un conflicto permanente: él, que era un comunista convencido, decía siempre que el Estado les había dado todo lo que tenían; ¡tras 25 años de servicio le había dado una casa! Mamá alguna vez le había comentado: «¡Si viviésemos en el extranjero, un mecánico como tú, después de tanto tiempo, tendría ya diez casas!». A estas cosas él siempre respondía lo mismo: «¡No hables así porque vamos a acabar todos en la cárcel!». A pesar de todo, mamá buscaba siempre el bien de todos y trataba de mantener la serenidad en la familia.

Recuerdo que una tarde se había escapado un militar y todos le andaban buscando porque se decía que era un delincuente. De repente, oímos gritar a mamá, fuimos corriendo donde estaba ella y vimos que en el balcón estaba agazapado un soldado que, llorando, le decía: «¡Señora, señora, por favor, no se lo diga a nadie!». Lo único que pedía era poder quedarse allí hasta la madrugada y luego se iría. Mamá le hizo pasar a casa, le dio de comer, de beber y después él se dio un baño. Cuando llegó papá, ¡se armó la de San Quintín! El discurso siempre era el mismo: «¡Vas a conseguir que acabe en la cárcel!».¡Tenía pánico! Recuerdo que mamá le dijo: «Alejandro, nosotros tenemos dos hijas. Si hubiera sido hijo nuestro, ¡te habría gustado que alguna madre hubiese hecho con él lo mismo!». Papá se quedó callado y este hombre pudo estar toda la noche en casa. ¡Mamá era así, como una flor que siempre renace en el desierto!

Un día, cuando tenía más o menos seis años, mamá me dijo que me iba a llevar a un médico, que me echaría un poquito de agua y una pomadita perfumada sobre la cabeza; en realidad, me llevó a casa de un sacerdote ortodoxo que me bautizó. Al salir le dije: «Mamá, ¡este médico no me gusta!, ¡va vestido todo de negro y tiene una barba larguísima!». Estábamos mi madre, mi madrina y yo. Tiempo después, mi madrina fue decisiva para mí: cuando murió mi madre, papá se volvió a casar enseguida y ella fue la única que permaneció cerca de mí.

Por motivos del trabajo de mi padre, nos movíamos frecuentemente de un lugar a otro por las 15 repúblicas que formaban entonces la URSS, así que tuve la ocasión de estudiar en distintos lugares. Yo era una muchacha espabilada y aquellos cambios continuos me facilitaban la comunicación con todos sin especial dificultad; estaba siempre abierta al diálogo. Recuerdo que sobre la puerta de la entrada de la escuela había un cartel, visible a todos, que decía: «El comunismo se ve en el horizonte». Aquello me suscitó curiosidad y un día le pregunté al profesor de historia si podía explicarme qué significaba aquella frase. Entonces él me pidió que le llevara el cuaderno y escribió a mis padres una nota que decía: «Tienen que cambiar ustedes la forma de pensar de su hija porque piensa cosas extrañas». Yo lo preguntaba por pura curiosidad, no era enemiga del pueblo y mucho menos tenía intención de discutir sobre política. Luego salió a la luz también el hecho de que mi madre era alemana; los alemanes no eran bien vistos y, ya en tiempos de Stalin, a quienes les descubrían los mandaban a Siberia, a la zona de Kazajistán, etc.., donde también había sido enviada la familia de mi madre.

Cuando se desintegra la Unión Soviética, las iglesias comienzan a crecer como las setas después de la lluvia porque la libertad abría esta posibilidad. En aquella época yo lloraba con frecuencia, sentía la necesidad de escuchar ciertas cosas. Fui a ver a un sacerdote ortodoxo, pero no encontré en él el consuelo que necesitaba, así es que me descorazoné un poco y me aferré a mis propias fuerzas. Más tarde, empecé a asistir a las reuniones de la iglesia evangelista pero aquello me duró dos meses.

Años después conocí a Walter, que ahora es mi marido y que ha sido otra figura fundamental en mi vida. Nos vinimos a Italia a vivir y allí íbamos juntos a la iglesia. A pesar de que había muchas cosas que no comprendía, me gustaba mucho el momento en que nos dábamos la mano para intercambiar el signo de la paz.

En aquella época fuimos una vez a San Giovanni Rotondo en uno de los viajes que Walter organizaba con frecuencia para ver al Padre Pío. Yo nunca me había confesado antes pero sí tenía necesidad de ello. Me acerqué a un franciscano y cuando le dije que era ucraniana me contestó: «¡No, no!, tú eres ortodoxa! Busca un sacerdote ortodoxo para confesarte». Yo le dije: «En el evangelio está escrito: llamad y se os abrirá. Yo estoy llamando, usted ¿qué hará?». Él se quedó parado, luego fuimos hacia la iglesia y, después de comentarlo con el superior, llamó a otro franciscano estupendo que me aligeró de todo. Así fue mi primera confesión.

Hasta entonces la Virgen y los santos no eran importantes para mí; mi madre me había enseñado sólo el Padrenuestro y yo me manejaba con ello, a trancas y barrancas, de sufrimiento en sufrimiento. Buscaba, pero no sabía el qué. La vida se complicaba cada vez más, tenía dos niñas pequeñas, teníamos a nuestro cargo a dos ancianas, mi suegra y su hermana gemela, que vivían con nosotros, no se encontraba fácilmente trabajo, etc... Recuerdo que un día Walter había ido a recoger a las niñas a la guardería y yo, aprovechando que me encontraba sola, me eché a llorar; no quería hacerlo delante de mi marido para no preocuparle. En un momento dado levanto la mirada y me topo con una imagen de la Virgen que estaba allí pero que, hasta ese momento, no me había parecido importante. Cuando alcé la mirada hacia Ella, enseguida me sentí como una niña que era acogida, percibí una luz y un calor que me hicieron perder el miedo y enseguida dejé de llorar. Me acordé de una frase, que había oído muchas veces y que me producía un poco de alergia, que decía que la Virgen es la Madre de todos. En aquel momento comprendí lo que significaba esa frase. Cuando al poco rato llegó Walter le dije: «Me gustaría acercarme a la iglesia». Él me dijo: «Pero Oksana, no debes ir hoy a la iglesia. Hoy no hay Misa porque el sacerdote no está. Todo el mundo sabe que hay que irse al pueblo de al lado». Las niñas, además, estaban agarradas a mis piernas llorando y fuera diluviaba. No obstante le dije: «Mira, yo me voy a la iglesia, ¿te puedes quedar tú con las niñas?». Él me dijo: «Vale, venga, vete que yo me quedo con ellas». ¡Por eso digo yo que Walter ha sido una persona decisiva en mi vida! Al llegar a la iglesia resultó que había un funeral y los familiares del difunto habían pedido a un sacerdote que lo celebrara. Al final de la Misa, le conté lo que me había pasado y me dio la Primera Comunión. Más tarde recibí también la Confirmación.

Años después nos mudamos a Fidenza y las niñas comenzaron a ir a la escuela pública. Un día, mi hija mayor, después de pasar por algunas dificultades de integración, volvió del colegio y me dijo: «Yo no quiero ir más a la escuela», así que decidimos ir a hablar con los profesores. Gloriana, la vicepresidenta, que era además su profesora de religión, era la única que me parecía una señora. Entonces le dije a Walter: «Vamos a hablar con la señora, para ver qué se puede hacer y si hay posibilidad de cambiar de clase». Ella nos explicó un poco la situación y, en un momento dado, nos dijo: «Cambiar de clase probablemente no sea la solución, pero os propongo para vuestra hija un movimiento de chavales que se llaman "I cavalieri de San Jorge" y que tienen encuentros de vez en cuando». Rápidamente estuvimos de acuerdo y Lisa comenzó a frecuentar los Cavalieri.

Para la niña fue como renacer de nuevo. Vivía como en dos mundos: la escuela, con la dificultad que aún permanecía y la felicidad que vivía en la experiencia de los Cavalieri. Me decía: «Cuando veo a la profesora Gloriana el día se hace más llevadero». !Había encontrado una compañía que la había cambiado!

Viendo el cambio de Lisa un día le pregunte a Gloriana si existían también los "cavalieri de adultos" y ella comenzó a invitarnos a unos encuentros del Movimiento; después empezamos a ir a la Escuela de Comunidad.

Este año Gloriana nos ha invitado a las vacaciones de La Thuile. La decisión no ha sido fácil por la situación económica en la que nos encontramos; debíamos además elegir entre estas vacaciones o ir a Calabria, donde está nuestra familia. Hablé con Gloriana de ello y me dijo: «No te preocupes, haced lo que podáis y del resto nos ocupamos nosotros». Cuando Stefano dijo en las vacaciones que cada uno tenía que dar su sí, pensé: «El sí lo he dado cuando acepté venir a las vacaciones».

En estos días de vacaciones me he acordado de mi madre cuando decía: «Estar triste es un pecado, porque viene de la desesperación». En cambio, si te abandonas... Toda mi historia es la confirmación de que no estoy sola; yo me lo digo muchas veces y ¡era tan fácil verlo en mamá! Ella era feliz por la seguridad que le daba Jesús.
Diría que en estas vacaciones he vuelto a ser yo misma. Cuando uno llega a los treinta y siete años, ver cantar a los niños es una alegría inmensa. Me he vuelto una niña como Lisa, porque estáis vosotros y porque hemos estado estas vacaciones.

Oksana Krutina, Fidenza / Bolonia (Italia)