Mario y las estrellas

El Año de la fe con los alumnos / 5

Estamos pasando unos días en una casa junto al mar. Son chicos de 2º y 3º de la ESO. Es la primera vez que tienen una experiencia de este tipo: juegos, cantos, la misa, compartir juntos unas pequeñas vacaciones. Al llegar la noche les explico que estamos en silencio en las habitaciones y procuramos dormir para poder estar en plena forma y disfrutar de la mañana siguiente. Pero a ellos por la noche les queda energía de sobra y el deseo no del todo satisfecho que pide más.

Los mayores hemos terminado de preparar las cosas para el día siguiente y a la 12 de la noche estoy dando un paseo por el exterior de la casa, contemplando un impresionante cielo estrellado y el rumor de las olas llegando a la orilla; pero hasta mí empiezan a llegar ruidos de una habitación cuya ventana veo desde el exterior: luces encendidas, movimiento de chicos y risas. Distingo a uno asomado: es Mario, de 2º, uno que lleva la simpatía dentro, gracioso y con un “corazón inquieto”. «Si no corto la fiesta ahora me despido de que podamos descansar todos esta noche», me digo para mí.

Subo las escaleras hacia la habitación con el fin de proceder a reprimir al delincuente. Mientras subo pienso que estos chicos están vivos, llevan el deseo infinito que Dios ha puesto en corazón, y que ellos imaginan satisfacer haciendo tonterías durante la noche. Yo no estoy llamado a sofocar ese deseo sino a darle su verdadera altura, así que al abrir la puerta de la habitación me dirijo a él y le digo: «Mario, levántate y ven conmigo». Se hace el que está dormido, pero como yo insisto se pone un calzado y me sigue por toda la casa en silencio. Salimos al exterior en la oscuridad y lo hago sentarse a mi lado: «Mira este cielo estrellado. ¿No es un espectáculo?» Pasamos unos minutos contemplando en silencio, sólo con el ruido del mar de fondo. Al rato me dice Mario: «¿Puedo traer mi saco y quedarme a dormir aquí fuera viendo las estrellas?». «Si tienes un buen saco que te aísle del frío, puedes quedarte», le respondo. Más tarde, desde las ventanas del salón, observo a Mario, metido en su saco y mirando las estrellas, hasta que se queda dormido. A la mañana siguiente estaba contentísimo, explicó todo lo ocurrido en la asamblea que hicimos al final. Él pensaba que yo lo iba a mandar a casa esa misma noche y lo que se encontró fue la sorpresa de la belleza. «Esa belleza está hecha para ti, Mario, Dios ha pensado en ella cuando pensó en ti. El deseo que llevabas por la noche y no sabías como satisfacer, esa inquietud, es el deseo de Él. Por eso cuando viste ese cielo sentiste la correspondencia y la satisfacción, y te quedaste dormido aunque estabas sin la cama y un poco más frío».
Estoy seguro que Mario no olvidará esa noche en que Uno le habló al corazón de Tú a tú. Yo tampoco.

Andrés Bello