Un barrio en Salvador de Bahía.

«La última campana es mi nostalgia de Jesús»

El padre Ignacio es sacerdote en Salvador de Bahía. En esta carta habla de Jaciara, Carla, Jean, João y otros de sus parroquianos y amigos. Personas que «me invitan a formar parte de Su sinfonía»

El domingo estuve en un pequeño pueblo del valle del Trebbia, a pocos kilómetros de Piacenza. Razaba mientras admiraba la belleza de la naturaleza que tenía delante: los campos cultivados, verdes y amarillos, y la montaña. De pronto, el silencio se rompió por el sonido de las campanas en el pueblo de al lado. Entonces me acordé de Neide, una amiga de mi parroquia en Brasil que durante un encuentro dijo que el sonido de las campanas no sólo indican las horas, sino la presencia de Dios en nuestro barrio. Me pregunté entonces qué campanas tenía yo en mi vida, no sólo las que cuelgan de las torres de las iglesias, sino aquellas personas y hechos que me recuerdan la dulce y fiel presencia de Jesús. Quiero hablar de algunas de esas campanas que han hecho de mi vida una sinfonía.

La primera se llama Jaciara. Es una señora de la parroquia que vive con su nieto en una casa muy pobre. Trabaja en las labores domésticas para una familia y gana 570 reales al mes, que equivalen a 230 euros, de los cuales 65 los dona a la parroquia. Un día, después de ver en la televisión un documental sobre la Iglesia en Etiopía que mostraba la difícil situación en que vivía allí un sacerdote, me dijo: «Padre Ignacio, quiero donar 100 reales al mes para ese sacerdote porque también él es hermano mío». En aquel instante Jaciara se convirtió en una campaña que tocaba por Jesús, que me hizo vibrar, y quel sonido aún reverbera en mis vísceras, en mis venas, y me hace decir: «¡Qué gran corazón!». Es un ejemplo evidente de que la fe nos abre al mundo.

La segunda campaña es Emilio. Hay un momento concreto en que el sonido de esta campana se hace evidente. Es el domingo por la noche, cuando compartimos y juzgamos juntos los hechos de la semana a partir de nuestra amistad con Jesús. Hace poco me llenó de admiración cuando me señaló cómo muchas veces nosotros buscamos la perfección en los amigos y, al no encontrarla, nos escandalizamos. Y añadió: «Jesús no hace eso con nosotros, al contrario, entra en nuestra imperfección y nos abraza». Durante estas cenas, se hace más evidente una característica suya que me fascina: su pasión por Jesús, que le lleva a no perder el tiempo, a buscar de todas las maneras posibles la implicación de nuevas personas.

A nosotros se nos pide desarrollar al máximo nuestra fantasía para poder encontrarnos con personas, para que pueda suceder en el encuentro de Cristo con los hombres.
Esta creatividad me llevó a decidir no usar el coche cuando me muevo por la parroquia e ir a pie. Resulta muy interesante la cantidad de encuentros imprevistos que suceden. Por ejemplo, un domingo, al ir a visitar a Jaciara, me enteré de que la noche anterior habían matado al hijo de una mujer que vivía allí cerca. Aproveché para ir a verla, y al entrar me la encontré abrazada a la última camiseta que su hijo había llevado puesta, como si quisiera aferrar lo que le quedaba de él. Allí empezó mi relación con ella.

El padre Emilio y yo también nos recorrimos las calles del barrio cuando organizamos una fiesta para niños el día de Pascua. Íbamos por todos los rincones invitando al mayor número de chavales posible. Parecíamos dos marines en acción. Y es que otro de los frutos de esta creatividad han sido los juegos para niños que organizamos en el patio de la parroquia una vez al mes. Cada vez vienen más niños, y también se está convirtiendo en una ocasión para conocer a los adultos que les acompañan. Como un padre que el último día dejó en la barra la cerveza que se estaba tomando y se sumó a nuestros juegos. Nuestra inventiva es el signo de que Cristo no está en un lugar sin más, sino que se encuentra dentro de la vida del barrio. Esta es la encarnación, lo que nos hace estar al lado de nuestra gente.
Con este deseo hacemos las procesiones, como la del día de la fiesta de la parroquia, el domingo siguiente al de Pascua, durante el cual el padre Emilio se desgasta la voz para que todos los viandantes puedan enterarse de lo que estamos celebrando. Este año, por primera vez, hicimos la procesión del Corpus Christi. Fue precioso pasar por las calles del barrio con el Santísimo Sacramento.

La tercera campana se llama Otoney. Es impresionante la pasión que tiene por su trabajo como abogado, por su familia, por los amigos con los que siempre busca la verdad de toda situación en que se encuentra. Una vez nos dijo: «El mejor amigo es aquel que el Señor te pone al lado, no el que tú imaginas».

La cuarta es Jean. Tiene 17 años y ha cambiado tras participar en las vacaciones de los estudiantes del movimiento. Durante un almuerzo nos contaba lo que había significado para él una excursión en la que se perdieron, por lo que tuvieron que andar más del doble de lo previsto. Le había servido para aprender que en la vida no podemos dar nada por descontado. Por la noche, el mismo día de la excursión, al recibir la Eucaristía, se preguntaba: «¿Pero quién soy yo para merecerme el encuentro con Jesús?». En nuestro barrio, los jóvenes son muchas veces víctimas de la violencia, pero Jean es el ejemplo de que las campanas de Cristo suenan realmente fuerte también allí donde se oye el eco de los proyectiles.

Denise y Carla son para mí la quinta campana. Son hermanas. Carla es ciega desde los nueve años. Ahora se están preparando para la confirmación y es un verdadero espectáculo ver el afecto que se tienen la una por la otra. Lo pude ver desde el primer encuentro de la catequesis, donde metí la pata gravemente, pues les puse un documental. Durante la proyección, oía una vocecilla en la oscuridad, y cuando quise averiguar quién era, vi a Denise que le explicaba a Carla las escenas del video para que pudiera participar en el encuentro como si lo estuviera viendo. Era precioso oírla reír en las escenas cómicas. Verdaderamente, el amor hace ver incluso en la oscuridad.

La sexta campana también tiene que ver con los jóvenes. Todos los jueves, de cuatro a cinco, Olivia, una profesora, ayuda gratuitamente a algunos chavales con el estudio. Desde este año, también nos vemos un domingo al mes para comer con algunos de ellos para compartir lo que más les preocupa en la vida. Durante uno de esos momentos, Geisa nos contó como nuestra amistad le ayuda a tomar en serio sus exigencias más profundas, que de otro modo preferiría ignorar. Está tan atenta que una vez, cuando pronuncié la palabra “banal”, me corrigió, y me dijo que en la vida nada es banal.

La hermana de Olivia y su marido Nelson son mi séptima campana. Tras nueve años de convivencia, decidieron casarse. Celebré su matrimonio el 14 de julio, y por el modo en que participaron en la celebración era evidente que aquel acontecimiento formaba parte de un camino de conversión comenzado meses atrás. Con ellos organizamos la fiesta del pueblo, a la que vinieron más de quinientas personas.

En mi elenco de campanas, no puedo olvidar al señor João, de 92 años. Los primeros viernes de mes me espera para llevarle la comunión y siempre me recibe con una gran fiesta. Dice que es la visita más importante porque recibe la confesión y la Eucaristía.
También está Antonia, junto a todas las señoras de la parroquia. Ella es la responsable de una capilla y durante un encuentro contó cómo estaba afrontando algunas dificultades que habían surgido durante la fiesta de la comunidad y cómo se las había ofrecido a Jesús.

La décima campana son las hermanas de Madre Teresa. Un día me llamaron para decirme que había un chico enfermo de cáncer que había que bautizar urgentemente. Ante una llamada así es difícil decir que no, así que cambié todos mis planes para ese día, hasta el punto de que ni siquiera comí. Al llegar al hospital, nos costó mucho vencer las resistencias del personal, que no nos quería dejar entrar, y cuando finalmente llegamos a la habitación del chico, nos lo encontramos de pie y jugando. Me puse muy nervioso. Naturalmente, le bauticé, pero nada más salir del hospital me desahogué con aquellas dos pobres monjas indias, que palidecieron ante mi enfado. Al día siguiente me llamaron para decirme que aquel joven había muerto durante la noche. De la rabia del día anterior pasé a la gratitud por su perseverancia. Verdaderamente, la vida no nos pertenece, siempre tenemos que estar disponibles para ser instrumentos de la gracia de Dios.

Para terminar, la última campana es mi corazón, mi nostalgia de Jesús. En estos últimos meses, percibo esta nostalgia, esta sed de Él, que se expresa por ejemplo al despertarme: inmediatamente, antes de hacer nada, me dirijo a Cristo con el Angelus, con la adoración eucarística, para empezar el día buscando Su presencia, sintiendo su dulce abrazo, que se manifiesta al darme un nuevo día. Al empezar así, puedo reconocer fácilmente todas las demás campanas que forman la gran sinfonía de la vida. Muchas veces sucede bajo un bello arco iris, que en la Biblia representa la alianza de Dios con el pueblo de Israel.
Os pido que recéis para que tenga el coraje de no seguir mis proyectos sino el sonido de las campanas que el Señor pone en mi vida, para formar parte de su sinfonía.

Padre Ignacio Lastrico, Salvador de Bahía