¿Acaso queremos hacernos viejos con quince años?

Carta sobre la impresionante belleza vista en Italia, y sobre todo durante el Triduo de Rímini

En Semana Santa tres amigas y yo nos fuimos a Italia a la casa de otra amiga italiana, Martina, para estar juntas durante las vacaciones e ir al Triduo en Rímini. Desde el principio tuvimos muy claro que lo que teníamos que hacer era ayudarnos a estar atentas a las cosas que nos sucedieran.
Durante tres días estuvimos en Liguria, en Chiavari, una pequeña ciudad de la costa. Martina y su familia nos acogieron con una hospitalidad que nos asombró mucho. Una vez más caes en la cuenta de que sólo es posible algo así por gratitud. La gratitud es aquello que despierta la gratuidad. Visitamos varias ciudades de los alrededores como Sastre Levante, Santa Margheritta o Portofino. No nos cansábamos de ver la belleza que Dios nos regalaba. Cada vez que veíamos algo que nos sorprendía por su belleza, acto seguido aparecía otra cosa aún más imponente, más hermosa. Por ejemplo, el signo que más marcó esa semana fue la luna. Desde el primer día, que íbamos en el coche desde el aeropuerto hasta Chiavari, pasando por Génova, de repente vimos un astro rojo en el cielo que, en un principio, no supimos reconocer, no sabíamos si era el sol o la luna. Luego, al ver que el cielo estaba negro, nos dimos cuenta de que era la luna. Una luna llena roja. El signo imponente de lo que iba a ser la Semana Santa: única.
El jueves partimos desde Chiavari en dirección a Rímini. Las cinco horas de autobús nos sirvieron para conocer a muchos amigos italianos de Martina y para realizar un intercambio cultural a nivel musical. Durante las tres últimas horas de trayecto no paramos de cantar.
Cuando llegamos al hotel, nos dirigimos inmediatamente durante el tiempo libre a reunirnos con los amigos españoles que también habían ido al Triduo, pero con Crema. Tras media hora de camino bordeando la playa a la vez que cantábamos canciones españolas y nos miraba todo el mundo, nos encontramos todos. Era increíble darse cuenta de dónde estábamos, de la suerte que teníamos por el mero hecho de ser amigos.
Finalmente, después de cenar, nos dirigimos a la Fiera para el primer encuentro. La sorpresa fue unánime por la cantidad de autobuses y de gente que había. No nos dimos cuenta del todo del número hasta que entramos en el salón, miramos a los lados, y vimos el tamaño de la sala. Era imponente. Como dijo Yara, una de nosotras: «Viendo esta cantidad de gente es imposible negar que Dios existe».
Bajo el lema: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y ved», Eugenio Nembrini presentó el Triduo. Ya desde el principio nos desafió a escuchar el grito de nuestra humanidad, a no asustarnos o cansarnos por nuestros deseos. A abrir el corazón y dejar los prejuicios para ser leales con él. Insistió en que nuestra única riqueza es aquello que somos, no lo que hacemos. Es más, nos dijo que teníamos que darnos cuenta de que, como dice la Biblia, Dios nos creó a su imagen y semejanza y «vio que era bueno». Tenemos que aprender a mirarnos como Él lo hace. Nos mira sin tener asco de nuestros límites, de nuestra insignificancia. Por tanto, no hay que asustarse del grito «Se ha hecho ver antes, pero ahora no Le veo. ¡Echo de menos a Jesús!» que lanzaba una de las cartas que leyó. Este grito, que coincide con la exigencia de ser feliz, de mirarnos con los ojos con los que Él nos mira, es el de verLe ahora, en este instante. Y así, nos habló de la eucaristía como la ternura con la que Jesús iba a presentarse en ese momento. Y en la homilía lanzó una pregunta que me rondó por la cabeza durante los tres días: «Señor, ¿cuánto valgo yo, que has muerto por mí?». En los avisos, Franco repetía constantemente: «Ayudémonos a mirar». Nos conmovió mucho, porque era la idea con la que nos habíamos ido de vacaciones a Italia.
El viernes por la mañana tuvimos otro encuentro, y por la tarde el Via Crucis. En el encuentro, tras ponernos un vídeo del tsunami de Japón, Eugenio nos dijo que nosotros no estamos lejos de sufrir un tsunami cotidiano en el que queramos dejar fuera nuestra pregunta por el significado. Queremos vivir a la altura de nuestros deseos, pero vemos que el mundo está saltando, la economía está saltando, la política está saltando. Y la gente cínica, vieja, cansada, dice: «Déjalo estar». Pero no podemos, no queremos hacernos viejos antes de tiempo. Queremos crecer, ser nosotros mismos para aprender a usar la razón, decidir, hacer... Antes nos bastaban las cosas pequeñas, pero ahora no podemos huir del deseo. ¡Esta es nuestra grandeza! La realidad nos hace enfadarnos y tener miedo del corazón. Pero, ¿acaso queremos hacernos viejos con quince años? Hay que crecer para intuir toda la belleza que está por llegar. Y Jesús nos dijo: «Venid y ved». Tenemos que verificar si Su propuesta corresponde. De hecho, muchas cartas que habían enviado decían: «Le he visto, pero ya se ha terminado. No Le veo». Tenemos que crecer para responder a esto. Para los leprosos que fueron curados pero no volvieron Jesús se convirtió en el recuerdo de una cosa extraordinaria. Pero uno volvió porque hizo un juicio, se dio cuenta de que Jesús podía responder a todo su grito. El juicio es lo mejor que tenemos. No hay que preocuparse si no se entiende todo. María no entendía todo, pero para ella era más importante el niño que crecía en su seno. Cristo tiene que estar presente, hemos verificado anteriormente que lo está, aunque no Le veamos. Para verificar esto hay que crecer.
Nos propusieron hacer un momento de silencio al volver al hotel. Nosotras nos fuimos directas a la playa y estuvimos en silencio hasta el final, cuando compartimos las cosas que más nos habían llamado la atención. Por la tarde, en el Via Crucis, se nos propuso caminar en silencio, llenos de Su presencia, como habían vuelto Juan y Andrés a casa tras su encuentro con Cristo. Fuimos a un parque en el que la gente, inevitablemente, se nos quedaba mirando. Siete mil personas siguiendo la cruz. Nosotras tuvimos suerte, estábamos al principio y se veía perfectamente. Media hora caminando, y otra media hora para que nos parásemos todos. Cantos, lecturas... Tres estaciones. Y, en la última, siete mil personas arrodillándose ante la cruz en completo silencio. Fue la mejor parte de todo el Triduo, el hecho imponente con el que hay que echar cuentas en los momentos de ceguera en los que no se vea nada. Dios ha muerto y resucitado por nosotros. No hay duda. Si no hubiera resucitado, no estaríamos aquí porque sus palabras se hubieran ido con el viento.
Por la noche nos dieron su testimonio unos chicos que estaban en una casa de acogida para jóvenes que tienen problemas de drogas. Tenían vidas muy dramáticas, y la cosa que más nos llamó la atención es que una de ellas dijo que daba las gracias a Dios todos los días por su vida. Y no solamente por las cosas buenas, sino también por las cosas malas, porque le habían ayudado a llegar adonde está ahora. Todos dijeron que gracias a la compañía y a la amistad con la gente que trabaja en la casa sus vidas habían cambiado.
El sábado concluyó el Triduo con un último encuentro. Eugenio y Franco dijeron que teníamos que levantarnos curiosos por ver a Dios. Respondieron a la pregunta de cómo se hace un juicio diciendo que no es algo que se aprenda. Que lo único que hay que hacer es estar abierto a la realidad como un signo. Hacer un juicio es natural e inevitable. Todos los días hacemos un juicio, decimos «¡qué bonito!» o «¡qué feo!». Podemos intentar cerrar el corazón, pero es más fatigoso que estar abiertos. Franco insistió en que su vida era un camino en el que habían sido imprescindibles sus amigos porque le habían ayudado a mirar. Pero nadie nos puede sustituir en el viaje de crecer. No hay un libro de instrucciones, la única guía es el corazón. La capacidad de mirar la realidad y decir «es el Señor» crece con el tiempo. Hay que educarse en la paciencia, fiarse de la experiencia y poco a poco Su presencia se hará más familiar. Este es el trabajo de la vida y la sorpresa de todos los días. Hay que ser fieles a lo que se desea y estar bien acompañados. Hay signos de Su presencia, y si no los puedes ver ahora no puedes negar que los hayas visto antes. El mayor signo es el corazón. Finalmente nos leyeron la carta que Carrón nos había escrito felicitándonos la Pascua. Concluimos con unos cantos que eran una confirmación evidente de todo lo que nos habían dicho.
Tras hablarlo entre nosotras, nos hemos quedado con el hecho de que la vida es un camino que se va haciendo poco a poco y que no hay nada que temer mientras se esté rodeado de amigos. Ha sido una experiencia en la que hemos cuidado una amistad que, sin duda, va a ser para siempre si tenemos en cuenta todo esto. Volvimos a España con un deseo irrefrenable de reconocerLe siempre.

Irene (Madrid)