Aprender la caridad 1

Escuela de comunidad
Simone

Lo que me fascinó cuando conocí el movimiento fue descubrir que el Cristianismo era en primer lugar para mí. En primer lugar para mi persona y, luego, para los demás. Era para los pobres o lo menos afortunados, a los que se llegaba con la acción caritativa, como por sobreabundancia de la gracia del encuentro con Cristo. Todo lo contrario del infumable “caridad pelosa” de tanto cristianismo tibio.
Un acercamiento revolucionario respecto a la educación religiosa que había recibido.
Justo en el cambio de la adolescencia, Cristo se me mostraba fascinante de la única manera que puede interesar a quien empieza a ser hombre. Mi yo, mi razón, mi sentimiento, mi persona con todo su drama y su deseo infinito era abrazada y exaltada en el encuentro con la comunidad cristiana.
Con su insistencia sobre las exigencias de mi corazón y sobre mis pasiones –la música, la montaña, la política– no como desviación del instinto, sino como caminos de educación del deseo para que se cumpliera en él, don Giussani me conquistó.
Ahora, al cabo de 25 años, llega la Escuela de comunidad sobre la caridad, el “don de uno mismo”, “una entrega sin razones (!)”. O entrega de uno mismo con la única y exhaustiva razón del bien del otro, que es Cristo.
La provocación ha sido fuerte y no me resultó ajena hasta una cierta duda de timo. Vale que el bien ultimo de todo y todos sea Cristo; pero esto tendría que ser un tema Suyo; que conlleve la entrega de lo más querido que tengo y que esto sea la única posibilidad de cumplimiento exactamente de mi persona, no ha sido fácil aceptarlo.
Pero se ve que la educación recibida durante tantos años de pertenencia al movimiento, me ha movido a averiguar la verdad de estas palabras tan fuertes.
Y el resultado es que –aunque no se me quite el desgarro y la fatiga de esta aparente renuncia– me rindo otra vez delante de la humanidad cumplida de Cristo en mi vida.
¿Cómo podría querer como deseo a mis amigos, a mi familia, sino participando de Su caridad hacía mí? Delante de mi mujer y, sobretodo, de mis hijas esto se hace sencillo y patente. Frente a ellas reconozco que podría darme y desgastarme hasta el final (y a veces a la tercera noche sin pegar ojo por la tos de una o la otitis de la otra, te parece de estar a punto…) y no sólo no bastaría, ni tampoco es lo que más necesitan. Necesitan a Cristo y que yo participe de Su caridad, de su entrega para ellas.
Increíble, pero tan concreto: ¡poder ser educado de manera tan revolucionaria ya casi en los cuarenta! La misma revolución del primer encuentro.