El Kremlin y la Plaza Roja.

Misión

CARTA DESDE MOSCÚ

“¿Tú, me amas?”. “Señor, tú sabes que te quiero”. Nunca este diálogo del Señor con Pedro había sido tan carnal para mí como aquel día de agosto, cuando en los Ejercicios de los Memores Domini escuché el aviso de disponibilidad para venir a Moscú. Nada más lejos de mis planes y nada más cerca del deseo de mi corazón que este abandono que Él mismo me pedía y me permitía realizar. Menos de dos meses después aterrizaba en el aeropuerto de Moscú. De un día para otro había cambiado de ciudad, de casa y de trabajo, casi sin darme cuenta. Me ahorro todos los detalles, aunque como se puede imaginar, los inicios no fueron fáciles. Sin embargo, en ningún momento he dejado de sentir la cercanía de Cristo. Desde el primer momento, los rostros que me acogían en el aeropuerto y en casa se me hicieron familiares y en todo momento he podido experimentar, a través de ellos, la tierna caricia del Nazareno.
La tristeza por la separación, la dificultad en el estudio de la lengua, el sacrificio de dejar un trabajo en el que me encontraba “a mis anchas”, los menos veinte grados de un invierno tan blanco como largo, no solo no han sido un obstáculo, sino que se han convertido en la ocasión cotidiana de volver a Cristo, de buscarlo en cada instante, de sorprenderlo en el dolor y en la alegría, en fin, de crecer en la familiaridad con Él. ¡Nunca me he sentido tan pobre y tan rica! Pobre porque he visto como nunca mi límite, mi incapacidad, el desastre que soy para tantas cosas y tan rica porque nunca se me ha dado tanto como en este tiempo en el que se me ha dado la gracia de saber, de conocer, de vivir, que verdaderamente sólo Él cumple la vida y, cuando uno lo busca Él no solo se da, sino que se derrama como una fuente inagotable de caridad. El trabajo de la escuela, la oración y el silencio diarios, la confianza en la compañía, han sido los instrumentos esenciales en esta relación que, poco a poco, ha ido invadiéndolo todo y sin la cual ya (ahora puedo afirmarlo con verdad) no sería capaz de vivir.
Ahora, que vuelvo a confirmar mi disponibilidad para quedarme aquí, me he dado cuenta de que lo único que me permite estar contenta es volver a decirle: «Sí. Señor, tú sabes que te quiero». Porque a los ojos del mundo es incomprensible cuando nada de lo que tengo aquí “me gusta más” de lo que tenía en Madrid y, sin embargo, la paz y la alegría no me abandonan cuando soy yo quien se abandona en Sus brazos. Además, se me ha hecho evidente que en Él nada se pierde, sino que todo (las relaciones más queridas en primer lugar) adquiere una luz nueva y un horizonte más grande. Cada vez dependo menos de mis planes, de mis imágenes, de mis capacidades y confío más en Su designio sobre mi vida. Así, cada día, la vida es una nueva y apasionante aventura, porque Él está y me espera a cada paso del camino para darme de nuevo todo.

Isabel Almería