Una «povera voce» que irrumpía hasta lo más íntimo del corazón
Una voz, sólo una pobre voz. Para muchos (al menos fue así para mí) el encuentro con don Giussani fue ante todo el encuentro con su acento inconfundible. Un sonido ronco e intenso a la vez, que con los años se fue haciendo frágil y penetrante; una articulación del léxico compleja y laboriosa. Y, sin embargo, qué facilidad para entusiasmar, para atrapar la atención; qué extraordinaria capacidad de irrumpir hasta en lo más secreto del corazón para desvelarte tu deseo de infinito y de felicidad. Y además, esa sencillez inapelable al mostrarte a Cristo, el Rostro de la Misericordia de Dios; junto con la capacidad de señalar el camino a seguir: la oración a la Virgen «fuente viva de esperanza» y la obediencia neta y pronta al Santo Padre. Por ejemplo, esas palabras repetidas casi obsesivamente (“Acontecimiento”, “Encuentro”, “Destino”, “Compañía”) tan “laicas” y fascinantes, pero también tan oscuras a primera vista. Palabras con las que siempre procuró mostrar la novedad y la racionabilidad del hecho cristiano, en primer lugar a los más alejados y pecadores (es decir, a todos nosotros). Aquellas palabras, que han llegado a ser una realidad familiar y que nacieron de su carisma, él las tomaba y, como un artista genial ante el gélido bloque de mármol, con su pobre voz (que todavía resuena al leer sus textos) misteriosamente les devolvía el calor, con su rudo cincel entraba hasta el fondo en ellas para desentrañar la belleza, incluso dramática e implícita, de su significado.