Una hermosa aventura
Adolfo Suárez lideró una hermosa aventura, que valió la pena. Y lo hizo bien, muy bien. Fue una de las páginas de nuestra historia que merece ser recordada. Hoy muchos españoles le lloran agradecidos. Gratitud es la primera palabra que brota del corazón de tantos que compartieron aquella aventura. Al menos, por las esperanzas que suscitó.
Vivir con esperanza es lo mejor que le puede pasar a un pueblo. Es la más gratificante experiencia. Y ese era el clima que se respiraba en España en aquellos meses frenéticos, en aquellos dos años y medio, que se iniciaron aquel mes de julio de 1976, en que, para asombro de tantos, el Rey Juan Carlos encargaba a Adolfo Suárez la formación de su segundo gobierno.
Fue una aventura hermosa, pero difícil llevarla a cabo. Los decepcionantes seis primeros meses del reinado de Juan Carlos eran la prueba de la magnitud de la tarea para llevar a buen puerto aquellos anhelos de concordia, de paz civil y religiosa, de rencuentro de una España de todos, que el cardenal Tarancón había expresado con tanta fuerza en la misa del Espíritu Santo inaugural del nuevo período histórico. Aquellos seis primeros meses fueron de pesadilla: legalidad desbordada, conflictividad social permanente, crisis económica galopante, reivindicaciones que llenaban las calles, una sociedad inquieta y enfrentada. Parecía como si los viejos litigios afloraran todos a la vez y con gran virulencia. También hay que recordar aquel medio año para valorar mejor la obra de Suárez.
La elección del Rey provocó una profunda decepción. Me encuentro entre los que la vivieron con gran frustración. Pero en tan sólo un mes, al menos en mi caso, pero creo que en el de muchos, la frustración se convirtió en esperanza. Suárez hablaba un nuevo lenguaje. Y el lenguaje era sincero porque se traducía en hechos. Significativamente todo empezó con la cuestión religiosa. En el primer Consejo de Ministros del gobierno de Suárez el Rey renunció al privilegio de la “presentación de obispos” y se desbloquearon las tensas relaciones con la Iglesia, abriéndose paso el camino de los nuevos acuerdos. Y las libertades se expandieron pacíficamente día a día. La celeridad de las reformas marcaba un rumbo casi insospechado.
Pero lo más importante es que Suárez, con un trabajo sin desmayo, fue creando un clima de confianza, en el que los elementos constructivos adquirían tal fuerza que vencían a los potencialmente destructivos. En aquel clima los españoles fueron descubriendo que merecía la pena una convivencia basada en la concordia, en un proyecto común, en el que todos tenían que ceder para que la casa fuera habitable para todos. Así, algunas viejas reivindicaciones, que nos retrotraían a un indeseable pasado, fueron retiradas. El espíritu de la cesión mutua se fue imponiendo en la derecha y en la izquierda. Y éste fue el substrato que posibilitó la Constitución de 1978, la que logró el más alto grado de consenso de toda nuestra historia constitucional.
En la creación de este clima social y político, en la audacia de dar el ritmo frenético a las reformas, en el establecimiento del marco legal que hizo posible la celebración de unas elecciones limpias, competitivas y que reflejaran el verdadero pluralismo político, la figura de Adolfo Suárez fue excepcional. Puso todas sus cualidades (simpatía, sencillez, habilidad, capacidad de comunicación) al servicio de una gran causa, con una pasión desbordante. Al observar con distancia aquel tiempo, creo que la clave del éxito de la Transición fue que la gente comprendió su significado, en buena parte porque Suárez estuvo cerca de los españoles y los convenció. La Transición no fue una operación de laboratorio alejada de la gente. Fue una obra vivida y compartida por la gran mayoría del pueblo español, gracias a la complicidad que Adolfo Suárez supo crear con esa sociedad ya formada mayoritariamente de clases medias, cuyos anhelos y aspiraciones conocía perfectamente.
La muerte de Adolfo Suárez nos deja ciertamente un gran vacío. Y es bueno que volvamos nuestra mirada a su gran obra de aquellos años. ¡Ojo! Los rencores, los planteamientos rupturistas, los nacionalismos exacerbados, las ganas de ajustes de cuentas, también existían entonces. Y habrían podido abrirse paso perfectamente. La Transición, tal como se produjo, no era una necesidad histórica. Fue una obra de la libertad humana y, en todo caso, una hermosa aventura, que ahora nos tendría que servir como antídoto a tantos males, precisamente por habernos alejado del “espíritu de la Transición”. Por eso la figura de Adolfo Suárez hoy se agiganta.