Un Papa en Santa Marta
En Las sandalias del pescador, la novela de Morris West que anunciaba la elección de un papa llegado del Gulag soviético, hay una escena que me ha venido a la memoria cuando contemplo perplejo estos días las diatribas en torno a algunos gestos del Papa Francisco. Cirilo Lakota, ya vestido de blanco, habla a los cardenales que le han elegido mientras se acaricia la barba, tradicional entre los sacerdotes de rito oriental. Sabe que su aspecto ha despertado suspicacias aunque la iconografía ha mostrado siempre a los apóstoles con barba, y entonces dice a sus hermanos que esa reticencia podría resolverse con una navaja de afeitar. West resuelve la escena diciendo que entonces todos sonrieron y lo amaron.
La barba de Lakota podría sustituirse por los zapatos negros, la ausencia de la muceta roja, la cruz de plata o la residencia en Santa Marta, aspectos todos ellos que responden a la biografía del papa Bergoglio, a su temperamento y educación ascética. Y seguramente también (¿por qué no?) al deseo de enviar un mensaje de que el pontificado se despoja de aditamentos, se hace más esencial en su expresión. A fin de cuentas la vestimenta de los papas ha experimentado cambios y adaptaciones continuas que no han hecho tambalearse a la sede romana. Si contemplamos los últimos cincuenta años vemos que ese "despojamiento" ha sido más bien una constante que una anomalía. Se abandonaron aquellas capas larguísimas que arrastraba el pontífice por las estancias vaticanas; se aparcó la silla gestatoria; se guardó la tiara... y si aún quedaba su rastro en el escudo de Juan Pablo II, Benedicto XVI la hizo desparecer sustituyéndola por una simple mitra de obispo. Personalmente opino que todo lo que signifique despojar la expresión del papado de las adherencias del poder temporal a lo largo de la historia va en la buena dirección. Y eso es lo que opinaba decididamente el Papa Ratzinger.
No sé la suerte que correrá la muceta roja (y la blanca, para el tiempo pascual), y siempre me pareció adecuado que la endosaran los papas que he conocido; pero también acepto sin convulsiones que el papa Francisco prefiera no lucirla. Y ahora hablamos de Santa Marta. No perdería tiempo en todo esto si no viese a mi alrededor cómo se levanta por un lado, la vacua leyenda de un pontificado que por fin sería evangélico (lo que hacen unos zapatos y una confortable habitación), y por otro la reticencia que se torna irritación e incluso escándalo por estos "gestos". Y vaya por delante que muchos de los que ahora se recopilan son leyendas urbanas o expresión de pura ignorancia, como decir que "por fin el papa se deja tocar por la gente", o que "por primera vez celebra Misa en una cárcel", o que ha realizado un gesto de clamorosa humildad al comenzar los oficios de Viernes Santo tumbado y rostro en tierra. Y es que la estupidez (a veces también la malicia) no conoce límites.
Vayamos con Santa Marta. Tampoco los papas han tenido un único apartamento a lo largo de la historia. Se ha ido encontrando la mejor solución adaptándose a las necesidades de su ministerio, a los temperamentos y a las circunstancias históricas. Sabemos que Bergoglio prefería vivir en un piso antes que ocupar el palacio arzobispal de Buenos Aires. Y sabemos que le gusta el contacto cara a cara, incluso llevarse puesto ese "olor a oveja" que es el perfume que recomienda para sus curas. En este punto es muy interesante el testimonio ofrecido en la revista Huellas por el sacerdote milanés Mario Peretti, afincado en Argentina desde 1993: "No es que Bergoglio ame la pobreza: ama a Cristo y por eso no necesita nada. Es una posición de fe, no de pauperismo. Y de hecho la vive sencillamente, sin ostentaciones, sin hacer de ella una bandera ideológica. Nunca le he oído polemizar contra la "Iglesia rica". Para él es una cuestión de plenitud de vida".
Así que de momento prefiere seguir ocupando una amplia habitación con despacho en la casa Santa Marta, lo que le permite un acceso más directo a la gente que vive y trabaja dentro de los muros vaticanos. Se nos advierte que esto es temporal, mientras se ve cómo funciona. Quizás el papa Francisco teme un exceso de aislamiento: quiere palpar, oír y hasta oler lo que sucede a su alrededor. ¿Qué peligro hay en ensayar esta forma, tan contingente, tan mudable, y que en nada compromete la sustancia del pontificado...?
No preciso explicar lo que opino de la vida de Joseph Ratzinger ("demasiado puro, demasiado bueno, demasiado santo", decía un colega en Die Welt). Cuando el papa Francisco le visitó le dijo fundamentalmente una palabra: "gracias por su humildad". Y es que quien es aún uno de los grandes maestros de la cristiandad, ha despuntado por esa pureza evangélica que podemos llamar sencillamente humildad. Benedicto XVI eligió su forma, sus gestos, hasta su propia estética. Era un hijo de la Baviera barroca... ¡y a mí me encanta! Ahora, desde casi el fin del mundo, ha llegado Francisco, con sabor porteño y aromas del Nuevo Mundo. Tiene su propio estilo, y como el papa Cirilo de Morris West, tiene derecho a mostrarlo.
Me parecen patéticas y vacuas las construcciones virtuales que hacen algunos medios de un pontificado supuestamente pobre y espiritual (a lo "Joaquín de Fiore"), que intentan contraponer al de los predecesores de Francisco. Curioso que los que ahora jalean los baños de multitudes de Francisco acusaran al papa Wojtyla de frivolidad y cesarismo, y a las buenas gentes que lo aclamaban de "papolatría". Las hemerotecas existen, por fortuna.
Pero también me asombra esa especie de ácido retintín con el que no pocos reciben unos gestos que, en todo caso, habrá que leer insertados en el conjunto del magisterio, la predicación y la guía del nuevo papa. ¡Dios mío!, apenas han pasado tres semanas y parece que ha transcurrido un mundo. Dejémoslo andar, dejemos que se desarrolle su gobierno. Asistamos llenos de gratitud a esta historia que es como un gran río, o como un árbol que cambia de aspecto para seguir siendo él mismo, porque lo gobierna el Espíritu Santo mediante los hombres que él elige. Si no fuese así, se habría secado hace tiempo.